miércoles, 31 de octubre de 2007

UNA PRIMAVERA CON SABOR A INVIERNO

La chica que me enseñó a soñar lloraba sin saber que yo era el único culpable de todos sus desvelos. Llovía torrencialmente como el primer día que nos conocimos. Sus lágrimas se inoculaban en mi corazón como unos coágulos dañinos e inoportunos. Ella siempre fue un ser tan maravillosamente ingenuo, que nunca comprendió que la pasión al consumarse se desvanece.

No puedo olvidar que cuando la abracé, aquel lunes de enero, sentí que era el hombre más afortunado del mundo. Siempre había anhelado extasiarme con una experiencia primordial, a partir que aprendí que la mayor riqueza es vivir en un eterno presente. Desde niño me instruyeron en la necesidad de controlar los acontecimientos y en la fantasía de alcanzar el reino de los cielos cumpliendo las normas del buen ciudadano. Con el paso de los años, el fundamento de esas normas inquebrantables se fue desvaneciendo, hasta que en una gélida mañana de invierno me levanté totalmente vacío. De repente no tenía asideros para sostenerme, y todas mis certezas heredadas se oscurecieron. Viví en las tinieblas hasta que apareció una nueva luz primaveral, con las primeras lágrimas de la chica desconsolada por mi ausencia
Me fui porque no sé bañarme dos veces en el mismo río. Sin saberlo otorgué un poder desmedido a las promesas, al no decirle que nuestro final estaba escrito. No quería desencantarla. Me esforcé para que viviera la relación más mágica de su vida. Soy como un iluso que ha vivido saltando de ilusión en ilusión.

La conocí un lunes sombrío en la barra de un bar anodino. No me acuerdo de nuestras primeras palabras. Estaba magnetizado por sus manos. Me fascinan las falanges artísticas, como la de los pianistas o violoncelistas, desde que en mi primer trabajo de biología sostuve la tesis que la capacidad prensil fina es nuestra principal ventaja evolutiva. Más allá de su humanidad, unas manos elegantes al enardecerme nublan mi buen juicio. Quería poseerla y ser poseído.
Su fragancia iluminó mi alma. El tétrico invierno se esfumó de mi corazón, dando paso a una floreada primavera inundada con trinos de pájaros exóticos. Saltaba de alegría y me sentía como un niño con zapatos nuevos. Cuando llegué a casa me acosté en mi camastro para saborear todas las impresiones que impelían a mi corazón. Volví a sentir el extraño escalofrío que experimenté cuando cumplí doce años. Al rememorarlo todavía me sorprendo cómo me atreví a bañarme en aquel río, en pleno invierno, rodeado de montañas majestuosas. Pensé que todo está en nuestro cerebro, que nuestra felicidad depende de nuestras representaciones.

El martes, el primer día de su ausencia, me levanté con el sabor de la primera escarcha. Me quedé atónito cuando su imagen se perfiló en el techo de mi exigua habitación. Con un vestido traslúcido parecía la encarnación de la virgen blanca. A partir de aquel día transitó de la credulidad a la perplejidad.

El miércoles, el segundo día de su presencia, llovía tenuemente. El invierno resistente no permitía que los rayos del sol benigno se infiltraran en los densos cirros grisáceos. Su faz iluminaba el bar cutre que me regaló su presencia. Aprendí que el esfuerzo por ver lo que deseamos nos permite el arte de los alquimistas. Transmutar lo cotidiano en valioso era la divisa de unos alquimistas celosos de sus pesquisas. Comencé a comprender que ella sería lo más valioso de mis próximos días.

Con el pasar de los días nuestra felicidad crecía exponencialmente. Un día leí un proverbio ancestral chino que nos impele a guardarnos de las épocas interesantes. La paz con nosotros mismos y el mundo es un tipo de amor filial que no tiene que ver con la pasión. La pasión nace de la ausencia, mientras la alegría por compartir se sustenta en la aceptación de lo que te depara la existencia. Obstinado, como la mayoría de mis semejantes, lucho por lo imposible sin mostrarme conforme con lo posible. No logré vivir en paz y deseé la guerra.

Fue un lunes primaveral que ansié su ausencia. Me aparté en silencio, con actos nimios de cansancio. Un día que no recuerdo, en nuestro bar cutre, sin dilación le espeté la fatídica frase; “mi corazón helado por el fragor de la primavera anuncia un nuevo invierno para nuestras almas”.Sus lágrimas se diluyen en la lluvia torrencial de un invierno lúgubre y áspero. Me gustaría decirle que con ella he encontrado la paz, que nunca más permitiré que nadie hiera su corazón. Volveré con mis palabras para amarla como nunca ha sido amada. Le diré que la eterna primavera no es un anuncio para vender vacaciones, la abrazaré para compartir con ella la vida que me queda. Imploro a las deidades, que con su beneplácito, me proporcionen la fuerza necesaria para sentir la alegría por su mera existencia. Hoy, más que nunca, deseo que después de la paz, anhelada y aniquiladora, la pasión emerja como un haz primaveral.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sé de tí porque alguien muy especial conocido de ambos, me habló de tu blog, desearía no ingreses esta entrada. Me siento muy identificada con lo que escribes, soy escritora y pensadora ante todo, te dejo mi página personal para que me leas, abajo hay un link que dice "magazzine", entra allí y si lo deseas mi correo es info@patriciasilbert.com.
Ahora bien, te preguntarás por que te escribo, el punto es que necesito que me ayudes a despertar a esa persona tan especial, que cree que nosotros, los que aprendimos a pensar, estamos locos.
www.patriciasilbert.com
Un abrazo, sé que me responderás.
Patricia Silbert