jueves, 1 de octubre de 2009

LAS CARTAS MARCADAS

Patricio Martínez nació con las cartas marcadas. En su primer juego el as del amor incondicional de su madre le hacía sentirse el niño más afortunado de su decrépito barrio. Sin sentirse solo presentía que el aislamiento de la mayoría de sus congéneres era la razón principal para enrolarse en juegos suicidas.
Con la muerte de su abuela comprendió que vivir es obviar la muerte, que mientras hay juego persiste la esperanza de no ser derrotado o vencido. Su abuela perdió casi siempre porque nunca se atrevió a jugar su propio juego, siempre tiraba las cartas adecuadas para mantener la paz familiar. Con su desaparición todos se sintieron más livianos, dejaron de jugar porque comprendieron que podían perder o ganar. A nadie le gustaba perder y sabían que si uno ganaba era a costa que los otros perdieran. El precio que pagó su abuela por vivir era una permanente inquietud anímica, una especie de sensación agridulce de estar atenta a un juego que siempre tenía que acabar en tablas. Así, entendió que su gran apuesta era que el juego nunca acabará, que nadie fuese capaz de sentirse vencedor o derrotado. El juego de su abuela le enseño que jugar es la sustancia del vivir, mientras que perder o vencer es un acontecimiento.
La infancia de Patricio estuvo exenta de acontecimientos, abstrayéndose de todas las penurias económicas sentía la ilusión de aquellos que como autistas viven encerrados en su propio mundo y ajenos al discurrir de los hechos eluden los tormentos de sus congéneres. Vivía en una soledad sonora, llena de ruidos estridentes y malsonantes que como una música de fondo aderezaban su mundo mágico. Una magia sustentada en la devoción de su madre, en la conciencia que su existencia no era gratuita. Entendió que el amor tiene la gracia de hacernos únicos y especiales, mientras ser invisible nos empuja desesperadamente a la búsqueda constante de acontecimientos. Sintió que con el amor podemos ser, que no necesitamos tener buenas o malas jugadas para sentirnos vivos.
El primer acontecimiento que marcó indeleblemente su destino fue la presencia abarcadora y tiránica de su padrastro. Vladimiro, el marido de su madre, era un triunfador que acumulaba riquezas materiales a costa de su pobreza emocional. Sólo le interesaba ganar todas las partidas, el hecho de jugar le parecía un entretenimiento de holgazanes y derrotados. Patricio empezó a entender que únicamente ganando se conquistaría el respeto de Vladimiro. En realidad le importaba un bledo ganar o perder, pero el amor por su madre le hacía luchar con todas sus fuerzas para alcanzar la dignidad. Antes de la aparición de Vladimiro sentía que su dignidad no dependía de sus éxitos o fracasos, vivía ajeno al orden de los acontecimientos.
Por la fuerza de la costumbre empezó a ilusionarse con las ganancias, a sentir el vértigo del triunfador. Obvió el as de su madre y aprendió a jugar con los reyes, con unas figuras que le permitían doblegar a sus contrincantes. Competir para advertir al resto de jugadores que se fueran con cuidado, que su dignidad estribaba en no dejarse derrotar fácilmente. Como buen observador aprendió que no importa tanto las cartas que uno tiene si no el modo en que se juegan.
Vladimiro siempre le decía que la ventaja de los que han vivido en permanente lucha es que están entrenados para sortear obstáculos, que no temen adentrarse en juegos aparentemente suicidas y son capaces de retozar con las emociones de sus rivales. Patricio estudió ingeniería, aunque en realidad le gustaba la poesía. Eligió una carrera técnica porque interiorizó que el sentido de la vida era transformar, sumirse en una retahíla de acontecimientos que nos permita escaparnos del aislamiento de los que exclusivamente juegan sin preocuparse en ganar o perder.
Aprendió a jugar como un verdadero maestro. Su maestría consistía en cavilar cómo iban a jugar sus rivales. Esculcaba, con un guante de seda, todas las flaquezas de sus contrincantes para hincarles el diente en la herida más sangrante. Exploraba, con la dulzura de un psicópata adiestrado en técnicas de empatía emocional, todas las fortalezas para neutralizarlas. Su sonrisa permanente mostraba la paz de los que creen que han ganado la mayoría de las partidas.
El segundo gran acontecimiento que marcó definitivamente su destino fue su emigración. Su isla le pareció pequeña. Sabía que en su mano tenía una reina que partía de su reinado para asediar tierras ignotas. Partió para tener nuevos acontecimientos, para demostrarse que podía jugar con otros jugadores experimentados. Al llegar se cambió el nombre por Patrick, quería separarse de la mayoría de sus compatriotas, que jugaban en segunda división.
Patrick era un advenedizo para la mayoría de sus vecinos, un futuro jardinero o camarero que les serviría en un idioma exótico y atrasado. Estudio con ahínco las reglas del juego con la mirada atenta de los nativos y el desprecio huidizo de sus harapientos y menesterosos compatriotas.
Empezó a ganar, a crear la ficción que era un hombre con unas cartas barajadas por la providencia. Él sabía que su gran mérito era saber jugar. Solía decir a sus aborregados paisanos que lo más importante es estar atento para descubrir el juego de nuestros contrincantes, que esa moralina insulsa de “hacer bien las cosas” es el consuelo de los perdedores y que machacando al contrario nos llevamos todo el botín. Sostenía que el mundo es una mina que sólo los más listos son capaces de extraer sus tesoros escondidos.
Su éxito material le escocía. Ya no tenía el as del amor incondicional de su madre, ni el rey de Vladimiro que le impelía a un mundo desconocido. Ganaba la mayoría de las partidas, pero había perdido el gusto por el juego. Pensó que ya estaba harto de entender la vida como una sucesión de acontecimientos y soñó con volver a ser el niño que juega sin preocuparse por ganar o perder.
Una noche aciaga se despertó sudoroso y hambriento sintiendo que con su juego ávido de acontecimientos había aplastado a todo aquel que se le había acercado. Se sintió aislado, con la soledad hiriente de los que han vivido sin amor. Tenía las cartas marcadas como todos, pero prefirió jugar al juego que antepone los acontecimientos al hecho mismo de vivir.