sábado, 31 de diciembre de 2011

La sutil frontera entre las virtudes y los vicios

Jean-Jacques Rousseau (en el “Ensayo sobre el origen de las lenguas”) nos dice “Es de creer que las necesidades dictaron los primeros gestos y que las pasiones arrancaron las primeras voces. No se comenzó por razonar sino por sentir”. Tenemos que lidiar con los sentimientos que se destilan de nuestras vivencias; nuestra energía o impotencia se derivan de lo que nos afecta, que tanto nos puede movilizar como paralizar. Así, el primer significado de “virtud” fue “energía” y el de “vicio”, “impotencia”, “debilidad”. En el trasfondo de la virtudes y los vicios subyace el poder, el dominio de los límites que somos capaces de interponer a cada uno de nuestros sentires.
Cuando nos sentimos atrapados, subyugados a unas pasiones que nos atenazan podemos aparecer -con los ojos de los otros, que siempre nos miran- virtuosos o viciosos. Parece ser que nos valoramos por nuestras intenciones, mientras los otros nos juzgan por nuestras acciones. Si valoramos los hechos –ética de la responsabilidad- podemos constatar que acciones intrínsecamente no virtuosas pueden producir conductas virtuosas: ejemplarmente, el ethos de nuestro capitalismo se cimienta en que “los vicios privados producen beneficios públicos”. Si valoramos las intenciones –ética de las convicciones- podremos justificar las injusticias en nombre de una ingenuidad genuina.
Los que han pensado sobre la banalidad del mal nos han legado la idea que cualquiera de nosotros puede zambullirse en su espiral: que “bajo determinadas circunstancias” (cuando las pasiones nos nublan) podemos ser el brazo ejecutor de un iluminado. El iluminado –único portador de las soluciones mágicas para nuestros pesares- nos fascina con su pasión desmedida y desaforada. Como verdaderos acólitos somos capaces de olvidarnos de nuestra independencia personal y de cometer las tropelías más insospechadas porque nos sentimos impelidos por una pasión irresistible. Las pasiones son como las olas, nunca sabemos dónde van a romper. Cuando somos conscientes del poder constructor y destructor de las olas podemos pensar sobre los vicios y las virtudes que nos definen.
En nuestros tiempos solemos juzgar con base al éxito o al fracaso de nuestras empresas. Así, podríamos pensar que el vicio es siempre un fracaso y la virtud un éxito. Cimentar las virtudes y los vicios exclusivamente en una ética de la responsabilidad (en las consecuencias producidas por nuestras acciones), sin tener en cuenta la emoción que subyace en nuestras acciones implica difuminar las fronteras entre la ética y la política. Paradigmáticamente Kant propone una ética universal (no dependiente de las circunstancias históricas) basada en la “buena voluntad”.
Ateniéndonos a la tesis que cuando actuamos bajo el yugo de las pasiones soslayamos nuestra capacidad de discernir; podemos proponer que los vicios y las virtudes son hábitos que incitan a actuar, mal o bien. Para Aristóteles el hábito es una pauta de respuesta estable, aprendida, que facilita la acción, las hace más sencilla, agradable y eficaz. Los hábitos contienen tanto una ética de las convicciones como una ética de la responsabilidad. Los hábitos definen la personalidad, incluyendo el temperamento y el carácter.
Del mismo modo que hay hábitos de libertad hay hábitos de servidumbre. Los hábitos virtuosos son los que me hacen más libre porque aumentan mis posibilidades. Cogemos un vicio cuando un hábito inflexible se enquista, cuando impermeabilizamos nuestro cerebro a los nuevos aprendizajes y nos resistimos a realizar nuevas conexiones neuronales. La creatividad es un hábito que implica el constante cotejo de lo que uno sabe con lo que le proporciona sus vivencias, como también lo es la rutina que al parapetarse en una supuesta seguridad aboga por la inflexibilidad.