miércoles, 21 de noviembre de 2007

terremoto

EL TERREMOTO.

Todo empezó a moverse. Las frágiles paredes de adobe se deshacían como un castillo de naipes y yo impertérrito permanecía sentado en la silla de mi abuelo. Durante unos segundos cerré los ojos para olvidarme de la desgracia que se avecinaba. Súbitamente no pude dejar de verme como un observador que desmenuzaba las consecuencias de los tres minutos del sismo. Todos sabíamos que vivíamos en unas tierras bravas, con una fuerza tectónica que agazapada podía resurgir en cualquier momento. Vivíamos tan ajenos al peligro que el alcalde nos permitía construir casuchas indecentes y las autoridades eclesiásticas hicieron una campaña para embellecer los adobes de la iglesia colonial sin ocuparse de su añeja fragilidad.

Como un destello me surgió la imagen de mi tía beata enterrada entre los dos cristos negros. Mi tía Casilda era creyente porque estaba desesperada. Maltratada de niña y sin marido siempre fue un añadido en nuestra familia. Me crió sin quererme porque su única ambición era sentarse a la diestra de dios padre. Estoy seguro que para ella el terremoto es el mejor modo de acercarse a su dios personal. Me la imaginó feliz enterrada entre un montón de escombros de la casa de dios. Parece que la fe reconforta tanto a los sabios como a los ilusos.

Mi madre murió cuando yo era demasiado niño para acordarme de ella. Sostengo que la adoro por su ausencia. No tuvo tiempo de tambalearse en las pequeñas replicas del terremoto de la sierra de los años ochenta y parece que siempre vivió ajena al peligro. Murió de la manera menos heroica que puede morir un ser humano, pero vivió sin temer a los grandes envistes de la naturaleza. Quiero pensar que si estuviera me acogería entre sus brazos para protegerme de nuestras vetustas vigas carcomidas por el salitre del pacífico. Estoy solo y no puedo cobijarme en sus faldas. Adoramos mucho más a los ausentes cuando sentimos que todo lo adquirido se desvanece en unos instantes.

Mi padre debe estar de en la plaza de las armas, debatiendo sobre el nuevo impuesto que Lima quiere recaudar en los pueblos de la costa. Una ley sesuda se quedará sin financiación. Sobrevivirá porque huye de los espacios enclaustrados. Un médico cubano le diagnosticó claustrofobia, aunque en realidad él siempre ha sido un hombre previsor desde que vivió un terrible terremoto en su adolescencia. Nunca nos dijo que tenía miedo a perder su vida, pero vivía como si lo tuviera. Los supervivientes de una catástrofe dejan de ser como eran para transformarse en otros. Me ha enseñando que hay acontecimientos que nos envejecen, que minan nuestra inocencia primigenia. Ha intentado meterme en la cabeza que no somos dueños de lo que pasa en nuestra vida, pero sí de cómo lo interpretamos.

Me repito una vez y otra que tengo que ser capaz de asumir que todos mis libros han desaparecido. Me atormenta la idea de que sólo mi quebradiza y caprichosa memoria será el testigo de mi juventud. Cuando sea capaz de ver mi habitación polvorienta como un amasijo de escombros y papel, el terremoto dejará de bramar y los bienintencionados de la ciudad nos alimentarán gratis durante la reconstrucción de nuestra ciudad ruinosa. Siempre he sentido orgullo de mis libros en un pueblo iletrado, pero ahora voy a estar tan desnudo como todos mis amigos y enemigos.

Me imagino las sirenas de las ambulancias recogiendo los cuerpos inertes en un barrizal que insaciable ha engullido todos mis libros. La desgracia se expandirá porque los políticos saben que cuantas más personas se conmuevan más ayuda recibirán los damnificados. Me figuro que las caras polvorientas de los voluntarios serán portada de los diarios más serios, mientras los sensacionalistas se atreverán con la fotografía de un niño moribundo atrapado por la única viga de madera de su vivienda. Lo que no se explica no existe, pero para conmover se requieren imágenes. Tengo la certeza que una multitud de fotógrafos se afanarán por encontrar la foto que resuma todo el sufrimiento de mi pueblo. Como aves de rapiña bucearán en la desgracia ajena para constatar la existencia del sufrimiento. Las desgracias tienen la gracia de conmover a la mayoría de los seres humanos. La mayoría adquieren la conciencia de que ellos podrían ser las víctimas. Desgraciadamente todo dura un momento y después con la terapia de la cotidianidad volvemos a vivir cómo si nada hubiera ocurrido. Me asombra la cantidad de seres humanos que mueren mientras nos ocupamos de encontrar los adobes necesarios para construir un segundo piso en nuestras viviendas miserables.

De repente se me ocurre lo ignorantes que somos ante la fragilidad de la vida humana. Vivimos olvidándonos que mañana podría ser nuestro último día. Los que vivimos encima del peligro desarrollamos el sentido de la pura vida. La pura vida es la conciencia que un día u otro nos enterraran en una caja de madera barata porque la funeraria no tenía previsto un movimiento sísmico de tanta magnitud.

Las desgracias naturales asemejan a todos los países. Terremotos, volcanes o huracanes se ceban en tierras fértiles, agraciadas por la belleza de un sol magnánimo o unas montañas majestuosas. Pienso en los europeos que se maravillan de nuestras alturas, que se marean y se atreven con la coca redentora. Occidente está algo enfermo, se drogan para buscar un placer que no encuentran en sus vidas acomodadas. Nosotros nos contentamos con poder comer cada día algún tubérculo acompañado de algún trozo de llama o vicuña. Unos se preocupan por no engordar y otros por no poder engordar. La vida es curiosa: parece que se acaba cuando uno se sacia y adquiere toda su fuerza cuando se siente impelida a saciarse. Parece que necesitamos que de vez en cuando nos recuerden que todo tiene una fecha de caducidad. Vivimos ajenos a nuestro fin por mandato de la propia estabilidad mental.

Mi primo se suicido porque quería decidir el día de su entierro. Sencillamente estaba cansado de vivir, pero yo tengo ganas de sobrevivir al terremoto. Voy a abrir los ojos para sentir sí todavía puedo balancearme en la silla de mi abuelo. Ah ¡todavía puedo pensar y mover mis piernas. He sobrevivido. Sostengo que comprenderé a mi padre, que viviré con la funesta conciencia de que otro día me tocará escuchar los sermones de cualquier evangelizador en una iglesia inestable y acabaré siendo un cuerpo sin alma entre los cientos soterrados por una cúpula inestable.

La memoria es caprichosa y perecedera, pero no olvidéis que he sobrevivido para contaros aquellos tres minutos que me balanceaba en la silla de mi abuelo. Cualquier existencia con sentido reconoce que el premio de una buena vida es tener la capacidad de vivir más allá de nuestras vivencias. Cuando escribimos coagulamos lo vivido en un ejército móvil de metáforas para acariciar aquello que consideramos esencial. He aprendido que sin cierto equilibrio no podemos vivir con cierta dignidad.