martes, 26 de julio de 2011

LAS FRONTERAS DE LA INDIGNIDAD

La dignidad implica que somos capaces de discernir entre lo valioso y lo superfluo. Así, lo que tiene valor es lo que nos sostiene, lo que nos proporciona una determinada identidad personal y, en gran medida, lo que nos permite reconocernos como ciudadanos de nuestra sociedad. Por otra parte, lo superfluo es aquello de lo que podemos prescindir, es decir que su ausencia no nos hará sentirnos excluidos de la sociedad que nos ha engendrado. De esta manera, nos indignamos cuando aquello que consideramos valioso (no superfluo) es vulnerado, cuando la dinámica económica (que en gran parte determina, aunque no exclusivamente, nuestra posición social) nos expulsa a la periferia.
Los límites entre la dignidad y la indignidad varían de una sociedad a otra. Parece que cada sociedad tiene unos valores que señalan las fronteras entre lo digno y lo indigno. Escrutar los valores de nuestra sociedad nos permitirá comprender parte de las razones que movilizan a los “indignados”.
No cabe duda, que proponer una única metáfora para comprender nuestra sociedad comporta sus riesgos. De un modo u otro, tenemos metáforas exitosas como la “sociedad líquida”, la “sociedad del riesgo”, la “sociedad en red” o la “sociedad postmoderna”. El riesgo de escoger una sola perspectiva es que algunos, con muy buen criterio, podrían aducir que no se sienten identificados y que sus valores no le implican a identificarse con la metáfora propuesta.
Lo que parece evidente es que enfatizar la autonomía individual implica la pluralidad de valores. El gobierno de una sociedad que se las ingenia para socavar la emancipación de sus individuos comporta la posibilidad de gobernar en nombre de una voluntad general definida. Por otro lado, el gobierno de una sociedad que apuesta por la dignidad, por la consideración que cada persona es merecedora de respeto, tiene serias dificultades para aglutinar las distintas voluntades en una voluntad general.
La metáfora de una “sociedad plural” implica que cada uno es responsable del sentido de su propia existencia y, a su vez, la aceptación de un “marco de sentidos compartidos” que definen los lindes entre “nosotros” y “ellos”. Cuando nos sentimos amenazados nuestro instinto nos impele a sellar las porosidades de nuestras fronteras, para aferrarnos a la centralidad de nuestro “marco de sentidos compartidos”.
Los hechos recientes, como la manifestación constante de los indignados, son una muestra fehaciente de cada vez más el “marco de sentidos compartidos” se va licuando y que muchos, descaradamente o subrepticiamente, son expulsados a la periferia. Son los fronterizos, los que han vivido o han conocido de oídas el centro, los que se manifiestan quejándose de su insidioso y paulatino desplazamiento. La dignidad que nos podría conferir el “marco de sentidos compartidos” se esfuma. Así, sin la dignidad que proviene de formar parte de un “nosotros” no podemos ni siquiera edificar el sentido propio de nuestra existencia individual.
No podemos vivir ajenos a la política porque históricamente ha sido el procedimiento más efectivo para fijar las fronteras de nuestro “marco de sentidos compartidos”. Se podría pensar que lo que define la mayoría de los movimientos sociales (en pro de la dignidad, de la justicia, de la igualdad…) que emergen en nuestros tiempos se asientan en las dificultades con las que se topan los individuos para constituir el sentido de su existencia individual. Es al sentir nuestro desarraigo cuando nos encabritamos y nos asociamos para cambiar las fronteras, que los guardianes se empecinan en considerarlas inamovibles, para recuperar o adquirir la dignidad como personas. La fuerza creativa nace de la indignación, por la agria sorpresa de un orden de los acontecimientos que nos expulsa. Un desencanto aglutinado en la propuesta de un nuevo “marco de sentidos compartidos” podría proporcionarnos una nueva era, pero un desencanto quejumbroso y sin valores que lo sostengan perpetuará las fronteras existentes.