lunes, 5 de abril de 2010

LAS PROMESAS DE UN PARAÍSO

Ulises abandona Ítaca por una guerra que no quiere. Deja a su mujer Penélope y a su hijo Telémaco porque siente la obligación moral de restituir el orden del mundo que la guerra ha trastornado. Todo su periplo se alimenta de una lucha titánica contra el caos que se ha generado con la desmesura (hybris) de algunos hombres. Ulises encarna el hombre esclarecido porque sabe lo que quiere y adónde va.
Para Ulises su existencia tiene un “sentido” y, quizá para alguno de nosotros, podría ser un prototipo de un “hombre auténtico”. No vivimos tiempos épicos y parece que la mayoría de nuestros héroes vegetan en su propio vergel, ajenos al orden del mundo. Casi todos nuestros ídolos han adquirido la inusitada pericia de sortear las obligaciones morales.
Nos hemos despertado de un sueño dogmático, abnegándonos a una existencia que con unas cercas impenetrables han ignorado a los parias. Descreídos hemos olvidado el paraíso porque nuestro jardín es la totalidad del universo. A veces, observamos atónitos a los que son capaces de olvidarse de su edén para encontrar un paraíso sin excluidos. Desgraciadamente, muchos de los que son capaces de sacrificar su propia existencia individual lo hacen en nombre de un paraíso con fronteras inamovibles (de fieles y de infieles o de metecos y de ciudadanos). Los seres juiciosos (que se alimentan de la prudencia) nos ayudan a precavernos de todas las promesas de un paraíso. Los hombres prudentes nos recuerdan cómo la mayoría de las promesas de “un mundo feliz” o un “mundo perfecto” (ordenado, donde cada uno ocupa su supuesto lugar natural) nos hacen desdichados porque parece ser que la libertad es una sustancia imprescindible en los mortales.
En nuestra particular Ítaca hemos vivido placidamente, olvidándonos que una vida auténtica es el tránsito desde nuestra infantil ignorancia primigenia (muy saludable y gozosa) a nuestra conciencia adulta (dolorosa y sabia) del orden de los acontecimientos. Ulises se convierte en un ser armonioso porque ha pasado por una multitud de experiencias. Los griegos entendían su identidad en base a la memoria y la pertenencia a su comunidad. Así, el griego sabía que cuando perdía la vida se convertía en anónimo, perdía su individualidad y dejaba de ser persona. En occidente nuestra memoria flaquea porque en nombre del progreso hemos decidido tratar a todos los hombres como unidades (de producción o de consumo) y erradicar por improductivo cualquier sistema político-social que su razón de ser sea “cultivar” a sus ciudadanos.
Un arquetipo de la sabiduría de los antiguos es recuperar el lugar en el mundo y poner la casa (oikos) en orden. Nos podemos preguntar; ¿qué tipo de arquetipo legará nuestros tiempos?
Desconfiamos de las promesas de un paraíso en cuanto la ciencia (la hija más fructífera del proceso de racionalización en occidente) se encarga de construir un mundo desencantado. Fue Max Weber quien entendió que la progresiva racionalización de todas las esferas vitales produce un inevitable desencantamiento del mundo. Ya no hay paraísos, lugares para mecer como si fuera nuestro lugar en el mundo (nuestra verdadera morada, oikos).
Platón nos explica que Prometeo (en el diálogo “Protágoras”) además del fuego ha robado las artes y las técnicas a Atenea, de modo que el hombre corre el peligro algún día de creerse igual que los dioses. Los hombres, al igual que los dioses, se convierten también en verdaderos creadores. Así, los hombres somos en un peligro para el cosmos porque a veces nos embriagamos con la hybris (desmesura). Así, el mito nos enseña que la libertad y la creatividad son fundamentalmente antinaturales y anticósmicas.
Aunque los mitos aspiran al orden cósmico (donde los inmortales conviven con los mortales, y en cierto modo los dioses envidian a los hombres) nos han legado la paradoja de nuestro paraíso terrenal: “no hay vida sin muerte, ni orden sin desorden”. Tenemos algo que hacer porque somos libres, porque en nuestra alma anidan tantos dioses como demonios.
La promesa de un paraíso sin demonios puede ser resultar demoníaca. Quizá nos queda ir desgajando nuestra textura (aderezada de dioses y demonios) en nuestras sucesivas vivencias, para reconocernos como unos meros transeúntes que aspiramos a no ser engullidos por nosotros mismos.