Acababa de cumplir cuarenta y cinco años, una edad
fatídica para hacerse con un destino. El texto de su vida lo había escrito a
tientas, como un sonámbulo sin escrúpulos. Sentía el inusitado convencimiento
que únicamente le quedaba tiempo para comentar el texto escrito, que ya no
tenía la tinta para nuevos capítulos. Se le había acabado el tiempo de las
tentativas, de reconfortarse con la ambigüedad. Creía que ya tenía poco donde
elegir, que las experiencias que le quedaban por vivir serían pálidos reflejos
de lo ya vivido.
Nunca tuvo miramientos para saberse un sabueso
ramplón, un faldero cabizbajo y manso. Se creía un casi nadie, un ser anónimo
que habitaba en los márgenes. Vivía en las afueras, hacía un trabajo anodino y
fornicaba con mujeres públicas. Nunca buceó en su fuero interno. Vivió ajeno a
sí mismo, como un autómata desalmado.
Al cumplir los cuarenta y cinco años se imaginó
sitiado en un pliegue, en una tierra inhóspita a un paso del abismo. Creía que
había más traficantes del sufrimiento que hacedores de alegría. Estaba harto de
compadecerse, de verse como un insecto infectado con su propio veneno. Le
habían enseñado a sufrir, a cortejar insistentemente con su voluntad agraviada.
En su ruidoso interior se agolpaban sus deseos insatisfechos, que aderezados
con el sentimiento de su propia insignificancia, le hacían sentir como una
marioneta sin destino. Se consideraba un copista, un fiel replicante.
Tenía un andamiaje conceptual superior a sus
vecinos. Se había tragado cientos de miles de palabras, incluso algunas pudo
masticarlas lentamente. Tenía cuentas pendientes, sentimientos ensordados y
disimulados. Quería llamarla, decirle que nunca había dejado de amarla. No
sabía que hacer, se sentía inquieto. Siempre había sido un amor a tientas, de
idas y venidas, de silencios y fabulaciones.
Pensaba que la serenidad era un patrimonio de los
ascetas o de los idiotas. Estaba convencido que zafarse del sufrimiento es una
inconsciencia. Estaba harto de los iluminados, de los profetas de un mundo sin
aristas, de un jardín en constante primavera, sin podredumbres, sin accidentes.
Únicamente tenía que llamarla, decirle que le invitaba antes que se hiciera
demasiado viejo.
Se quedaba hipnotizado con los videntes, con esos seres
capaces de ver el más allá. Con sus túnicas, sus anillos, sus bolas, sus cartas
o con sus antojos, descifran los mensajes de los dioses. Unos seres luminosos
que tienen el conocimiento suficiente para hacer del sufrimiento la espoleta de
una nueva vida feliz, sin zonas umbrías. Ellos, acostumbrados a leer, son capaces
de desentramar lo que permanece oculto. Los escuchaba, aunque intuía -como
expertos en traficar con la esperanza- que hipotecaban el presente en nombre
del futuro. A pesar de ser hábiles figurantes y oradores de los sueños,
sostenía que no podrían sacarle del pliegue, de la tierra inhóspita en la que
habitaba. Estuvo a punto de telefonear a una vidente marchita para preguntarle
sobre su destino. No llamó a la vidente ojerosa, le pareció demasiado triste.
No podía abrazar el misterio con la fe, con la esperanza de los devotos. Se le
ocurrían muchas razones para llamarla, pero no tenía una gran razón para
zafarse de las vacilaciones que le asestaban constantemente.
Pensaba que la conciencia humana es
predominantemente irracional. Creía que muchas de nuestras pulsiones no son
magníficas ni virtuosas, y, por consiguiente, no conviene idealizar vacuamente
la existencia humana. Por un instante, se planteó una honradez extravagante:
mirar a su interior sin las protecciones de una razón justificadora. No sabía si era lo bastante valiente para
mirar de frente su propio sufrimiento. Hurgó en su fuero interno para avistar a
Inés, para asegurarse de su presencia. Allí estaba, omnipresente, como una
ninfa altiva. Desde ese momento, supo que no podía esquivar lo que sentía: la
deseaba o la amaba.
Sabía que era una hora inoportuna para llamarla. El
deseo no atiene a cuidas, es osado e irreverente, mientras el amor es cauto, desplazado
hacía el otro. La amaba más que la deseaba. Siempre había sido un tipo prudente
y juicioso, de aquellos que son incapaces de sucumbir ante una pasión
irrefrenable. Vivía en su zona
de confort, en un espacio de silencios apiñados.
Marcó mecánicamente su número, olvidándose de sus
disquisiciones. Ella contestó con un “hola” sonoro y sugestivo. Después de un
largo silencio, balbuceó su nombre: “Israel”. Inés reconoció ese silencio tan
suyo, ese retraimiento que casi nadie comprendía. Ella sabía que una pasión
necesita de otra pasión, que la razón no sutura las heridas del alma. Sabía que
su alegría le aliviaba.
Israel le dijo que era su cumpleaños, que tenía más
edad que Jesucristo, que si fuera un subsahariano sería un anciano y que creía
se le había agotado la tinta para escribir un nuevo destino. Inés le tarareó “happy birthday”, sin excusarse, sin
preguntarle qué había sido de su vida. Le contó que había roto con Max, que ya
se había cansado de sus manías. Ella solía decir que el amor dura demasiado
poco, que a partir del cuarto mes comienza a resquebrajarse. Se jactaba de
bordar las despedidas, de saber en qué momento tenía que pirarse. Él vivió su
desapego como una ofensa porque nunca entendió su ligereza. A pesar de todo, la
seguía queriendo, aún sabiendo que era una amor irresponsable.
La admiraba tanto como la odiaba. Se sentía triste
porque pensaba que nunca había tenido un destino, mientras ella se creía
afortunada por no poseerlo. Inés viajaba ligera de equipaje, tenía una memoria
de pez. Él tenía demasiada memoria, se sentía como un torpe elefante en una
cacharrería angosta. Siempre la admiró por su liquidad, por esa extraña
capacidad de fluir. Siempre se la imaginaba atravesando las nubes, sin
esfuerzo, como si hubiera nacido para volar. Mientras él, con su arrastrar
serpenteante, se iba intoxicando con las miserias humanas.
Como siempre eludió preguntarle cómo se sentía. A
Inés sólo le importaban los hechos. El amor nunca lo necesitó porque siempre lo
tuvo. Su infancia le proveyó de las oportunas caricias para afianzar su
autoestima. Fue querida por el mero hecho de existir. Vivió como una
adolescente feliz y revolucionaria, convencida que tenía el deber de profanar
los convencionalismos, mientras al hacerse adulta aprendió a ser invisible.
Estaba convencida que la auténtica valentía consiste en no dejar de ser lo que
uno es. Vivía bien porque sabía ocultarse. Era generosa, aunque nunca permitió
que nadie la esclavizará con la promesa de un futuro esplendoroso, ella
habitaba en su presente. No le importaba un comino descubrir la verdad, ni
siquiera tenía la necesidad de pensar con solemnidad. Sentía el pasado como
algo etéreo, como un sombra nutritiva y alargada. Subsistía atiborrándose de
esperanza. Vivía, aceptaba el hecho de respirar, sin más, sin hacer preguntas.
Odiaba a Inés por su trasparencia. Tenía una alma
más desnuda que la mayoría de las personas y en eso consistía su genio. Su odio
era la forma esquiva que tenía de admirarla. Había aprendido que la ira y el
enamoramiento eran ciegos, eran simples afectos, fugaces y sorpresivos. Intuía
que las pasiones, como el odio y el amor, son clarividentes porque nos dan una
unidad, aportan a nuestro ser una cohesión originaria y un estado
duradero.
Nadie enseñó a Israel los secretos de la felicidad.
Vivió una infancia lúgubre, con una eterna lluvia que griseaba todos sus
amaneceres. Le hubiera gustado ser del sur, corretear por tierras amarilleadas.
Intuía que el color amarillo en su estado más natural, era bello y puro. Amaba
la luz y la serenidad, hasta codiciaba inundarse de la dejadez de los
marginados. Pocos le habían visto perder, todos pensaban que era un ganador.
Era un triunfador porque sabía una única cosa y no perdía el tiempo en
sabérselas todas. Hacía lo que los otros esperaban de él, aunque nunca tenía
tiempo de saber que es lo que quería realmente. Aunque pocos se atreverían a
decirle que era un imbécil, muchos pensaban que era un amargado. Un ser
ensimismado, un derrotado con ínfulas, con sus miserias agazapadas. Lo veían
como un tipo grave, responsable, como una autómata desalmado.
Inés desprendía una diáfana elegancia. Nadie se
sentía herido a su lado, era capaz de ser admirada sin levantar suspicacias.
Los más puestos confundían su ligereza con el pasotismo, creían que vivía
acorazada y ajena al mundo de los hechos.
Inés solía decir que todos vemos cosas distintas y
eso que vemos nos define absolutamente. Sostenía la conjetura que amamos
instintivamente a los que ven lo mismo que nosotros, y los reconocemos al
instante. Nunca se sintió atraída por él, desde el primer segundo supo que
parecía demasiado viejo para ser un jovenzuelo. No se humedeció en ningún
momento, no sintió ningún ansia de ser invadida. Le pareció un tipo corriente,
con una corbata extravagante, un traje de Armani pasado de moda y unos zapatos
toscos. Era tan indemne a la desazón romántica como al realismo descarnado de
los corruptos. Era feliz sin ser imbécil.
Desde el primer día intuyó que era un príncipe
pálido en su silla de oro. Un ser derrotado y altivo. Le producía cierta
desazón su agotamiento, su imperiosa necesidad de ser feliz. Le oía sin
escucharle. Como una artista de la indiferencia nunca se imaginó odiándolo.
Sabía que nunca lo iría a buscar, aunque también intuía que no se iría sin más.
Pensaba que el amor es un desasosiego que dura toda la vida, que no hay paz
para los fabuladores.