La
civilización se puede definir cómo un mundo humano que los seres humanos han
construido para poner límites a los procesos naturales. De la definición
devienen dos ideas fundamentales: los límites y los procesos naturales. Como
seres civilizados podemos intervenir en los procesos naturales y, en cierta
medida, podemos limitarlos a nuestro antojo. Por otra parte, nuestros
artificios –que sirven para domesticar los procesos naturales- tienen sus
límites
La
naturaleza es un movimiento perpetuo de nacimiento y muerte, mientras el hombre
necesita cierta estabilidad y solidez para soslayar su naturaleza inestable y
mortal: necesitamos interrumpir o limitar los procesos naturales para ser
civilizados. Para construir unas vigas de madera, el proceso vital de un árbol
tiene que ser interrumpido. Para evitar que la madera se pudra tenemos que
tratarla y resguardarla de la lluvia. Interrumpimos el proceso natural de
crecimiento y podredumbre de la madera para constituirla en un artificio. La
hipótesis planteada puede extenderse en el ámbito de la salud: nos operamos o
tomamos medicamentos para interferir en el inevitable proceso de envejecimiento
y muerte.
La
civilización no tiene nada de natural, inevitable ni irreversible. Como construcción
emerge para limitar los procesos naturales, pero como estructura de poder
tiende a naturalizarse. Este proceso de naturalización de los productos de la
civilización implica que los artificios vigentes sean difíciles de cambiar o
destruir. Los revolucionarios de los conservadores difieren en cuanto los
primeros piensan que hay que derruir las viejas estructuras para edificar un
nuevo artificio, mientras los segundos entienden que, como sucede en las casas
antiguas, cuesta mucho más destruirlas que restaurarlas.
La
posibilidad de fingir y engañar nos ha permitido construir la cultura. En
griego civilización es domesticación, adiestramiento y doma. Sin límites en la
domesticación volvemos a la barbarie primigenia. Las ficciones de las
civilización sin límites destruyen tanto a la naturaleza como a la misma civilización.
Nietzsche, con su lucidez taciturna, entendió que todo lo que pensamos con el
tiempo, más tarde que pronto, nos daremos cuenta que es mentira. En el mejor de
los casos danzamos alegremente sobre la losa de nuestras ficciones, aunque a
menudo nos esclavizamos con nuestras propias ilusiones. Ejemplarmente, el
totalitarismo y el crecimiento económico -que destruye toda estabilidad e
introduce a la mayoría de la humanidad en un proceso de perpetuo cambio- nos
muestran el reverso funesto de una civilización sin límites. En opinión de Hannah Arendt el totalitarismo
se caracterizaba por la creencia que “todo es posible”, no solamente un
desprecio a los límites morales, sino la convicción de que no existen límites
de ninguna clase a las cosas que podemos hacer, siempre y cuando entendamos los
procesos dinámicos de la naturaleza y la historia y vayamos en su mismo
sentido.
La
acción implica poner en marcha procesos cuyos mismos actores no pueden controlar.
Así, pensar la relación entre las posibilidades y los límites nos permitiría
dilucidar una parcela de la condición humana. En cierto modo, la consideración
de los límites implica que solamente la ley humana y las convenciones, no la
naturaleza ni la “naturaleza humana” pueden establecer y preservar las
actitudes civilizadas. El mundo humano es lo que salvará a los hombres de los
peligros de la naturaleza humana.