Las
potentes armas estadísticas nos permiten situarnos como individuos en un
determinado nivel. Los niveles se determinan en relación a una escala que va
desde aquellos que gozan de un atributo en toda su plenitud hasta aquellos que
lo tienen vedado. Así, pensar en nuestra identidad implica compararnos con
otras identidades. Nos categorizamos tanto por pertenencia a unos determinados
atributos como por extrañamiento de otros que nos obligan a definirnos.
Habitualmente
los economistas definen las clases sociales en relación a su poder económico.
Los propietarios gozan de los privilegios de sus propiedades, los capitalistas
de su capital y los trabajadores de su trabajo. Fue Tocqueville, que vivió a
caballo entre el antiguo régimen y la sociedad moderna, que atisbó que los
hábitos de las clases medias dibujarían los contornos de las sociedades
modernas. Las clases medias poseen pequeñas propiedades, tienen algo de capital
y con su trabajo pueden permitirse ciertos lujos. Lo primordial de la clase
media es que su identidad se define por sus habilidades en el mercado.
El
mercado es un invento reciente. En cierta medida podemos comprender que la
democracia liberal tiene su origen en la unión de la libertad y el comercio. La
libertad es un concepto difícil de aprehender porque implica tanto factores
sociológicos como psicológicos: uno puede ser libre y sentirse esclavo, y puede
ser esclavo y sentirse libre. Centrándonos en el vector sociológico la libertad
implica la capacidad de elegir entre distintas opciones. Así, la pluralidad y
la capacidad de transformar lo existente son condiciones indispensables para
libertad. La centralidad del trabajo en las democracias liberales se asienta en
su capacidad generativa. Desde esta perspectiva, las clases medias se definen
por la pasión por el bienestar económico porque en este impulso encuentran el
modo de definirse en relación a las clases bajas y altas.
El
término clase media puede ser empleado en un sentido sociocultural. Plantearse
la mentalidad de una determinada clase social implica adentrarse en el terreno
huidizo de los valores. El valor que nutre a la clase media es la constante
mejora de su condición, de modo que el consumismo desaforado no es una valor
central. Los integrantes de la clase media demoran la gratificación inmediata
para obtener más réditos, siendo laboriosos y previsores. Son respetuosos con
las reglas de juego y trabajan duro para conseguir sus objetivos. Son alérgicos
a las revoluciones porque intuyen que pueden trastocarlo todo sin cambiar nada.
La centralidad de la mejora constante de su bienestar y el del su familia puede
aislarles de sus congéneres de forma que al desentenderse de los asuntos
públicos abra la veda para el advenimiento de un despotismo dulce y dúctil.
Este
individualismo abstencionista permite que la democracia se vacíe de contenidos
morales y legitimándose como un procedimiento para escoger a la clase política se
denuesten los valores de participación y control. Unas clases medias dóciles,
centradas en su bienestar económico, permite que la clase política imponga sus
intereses sin la mirada atenta de los ciudadanos. Atontados se desentienden de
todo aquello que no les produzca un beneficio económico.
En
tiempos de crisis, el valor de la “mejora constante” se desvanece y hace que
muchos miembros de la clase media se replantee su identidad. Si el futuro deja
de ser una consecuencia de los actos del presente algunos se embriagaran con el
instante, otros se resignaran en su progresiva pauperización y unos pocos
lucharan por cambiar las reglas de juego. En la medida que las clases medias se
abstienen de los asuntos públicos dejan espacio para que las oligarquías
financieras transnacionales impongan las reglas de juego que les benefician. En el escenario actual ha emergido una nueva
clase financiara hegemónica que ha maniatado a los trabajadores e
insidiosamente va minando los valores centrales de la clase media.