viernes, 10 de abril de 2009

LAS HISTORIAS QUE NOS CREEMOS SOBRE LA CRISIS

“El hombre es una animal suspendido en redes de significado que él mismo ha tejido, considero que la cultura consiste en esas redes, y su análisis, por tanto, no ha de ser una ciencia experimental en busca de leyes, sino un estudio interpretativo en busca de significados” Max Weber
Muchos de los que se han tomado en serio los asuntos humanos se han afanado por señalar aquello que nos diferencia del resto de los animales. Unos afirman que somos un mono con suerte (buena o mala), otros que somos capaces de reflexionar más allá de las necesidades instintivas, otros que somos conscientes de nuestra propia finitud u otros que formamos sociedades complejas. Cualquier hipótesis que nos planteemos no podrá establecer un abismo crítico entre los seres humanos y los animales, más bien nos contentaremos con señalar que es cuestión de grado más que de clase.
Propongo la hipótesis que nuestra unicidad reside en que somos los seres más sofisticados para contarnos historias y creérnoslas. Como animales crédulos buscamos el sentido a todo aquello que nos acontece. Cuando sentimos que nuestras historias flaquean solemos tildar nuestro tiempo como crítico.
Las crisis nos muestran el lado sombrío de nuestro relato y por un momento nos olvidamos de nuestra gran facilidad para pasar por alto los aspectos desapacibles de nuestro confortable cuento. Nuestra estructura narrativa nos posibilita comprender que siempre tienen existir protagonistas, agentes con responsabilidad sobre el devenir de los acontecimientos.
Las crisis se producen cuando nos hemos percatado que somos unas meras marionetas de un relato que nos asfixia. Propongo el símil que nuestra existencia puede ser comparable al surcar el océano (que en unas ocasiones muestra descarnadamente su bravura y en otras nos ofrece una paz inexplicable) con un barco (que nos ha tocado por nacer en un determinado lugar y que nos aferramos –o huimos- porque no podemos más que amar o detestar nuestro destino). Los almirantes desde la tierra justifican la carencia de mapas en los imprevisibles vaivenes del océano, mientras los capitanes se quejan que no tienen cartas de navegación. Schopenhauer afirmaba que “un barco que no sabe dónde va, cualquier viento le empuja a rodapelo”, así los más aguerridos se amotinan en la búsqueda de un destino, mientras la mayoría se acomoda en las bodegas lúgubres y malolientes (que en tiempos gloriosos sólo servían para almacenar nuestros desechos). Los náufragos azotados por los oleajes buscan un velero, que sin timonel, les empuje con el viento.
Nos podemos preguntar al hilo del relato, ¿por qué naufragamos? Cada uno de nosotros es capaz de ofrecer su propio cuento. Por otra parte, el poder nos adoctrina con su propia fábula, que sutilmente tiende a responsabilizarnos de una navegación que nos ha impuesto. De la mano de Spinoza que entendió que el conatus (perseverar en el ser) nos define, podemos plantear un nueva carta de navegación. Más allá de una interpretación individualista, propongo la historia que sostiene “que nuestra supervivencia no puede entenderse sin la conciencia que lo más importante en la vida nunca es cuestión de cálculo”. La historia que no han legado se asienta en hacernos creer que somos unos simios que entendemos el mundo en términos instrumentales. Así, nos han dicho que la esencia de la vida es evaluar probabilidades, calcular posibilidades y utilizar los resultados a nuestro favor. Nos han hecho olvidar que como decía Aristóteles que la esencia de la felicidad radica en la amistad y nos han educado exclusivamente para tener aliados o enemigos. No nos permiten mirar a nuestros compañeros, nos encomiendan la ingrata tarea de vigilarlos.
La reflexión de Sartre nos impele tanto a inanidad (el hombre es una pasión inútil) como a la fortaleza. Siempre nos resultará más satisfactorio interpretarlo desde la afirmación que la existencia precede a la esencia y, por consiguiente, estamos obligados a elegir nuestra forma de vida. Creo que nos quería decir que hemos de elegir cómo vivir nuestra vida y no podemos confiar en que reglas o principios preexistentes nos digan cómo hacerlo. Desde la conciencia que hemos sido educados como simios instrumentales, podemos reivindicar que somos capaces de comprender que cualquier ser humano es un fin en sí mismo. Podremos decirles a las organizaciones que nos somos recursos humanos (del mismo nivel que los financieros o materiales) y que “somos los amigos que tenemos”.