jueves, 25 de agosto de 2011

Aproximación a la psicoterapia existencial

Existen una cantidad ingente de terapias, de carácter psicológico o espiritual, que pretenden paliar el sufrimiento, ofreciendo la promesa de una conciencia que nos permitiría vivir tanto con intensidad como con serenidad. La mayoría de los caminos propuestos parecen fórmulas magistrales, que con el paso del tiempo van perdiendo su efectividad. En la mayoría de las ocasiones lo que nos proporciona intensidad nos deja exhaustos y lo que nos serena nos atonta.
La psicoterapia existencial se asienta en la responsabilidad que cada uno de nosotros tenemos a la hora de escoger nuestra propia forma de vida. Podemos escoger entre vivir la vida o que la vida viva por nosotros. La conciencia de la responsabilidad implica tanto el vértigo de la libertad cuando nos percatamos que no podemos guarecernos en las mallas de nuestra tribu, como el placer de sentir la fuerza de nuestra propia identidad cuando somos reconocidos por los otros.
El miedo ante las amenazas reales nos protege, pero nos paraliza -haciéndonos cometer innumerables tropelías en el peor de los casos- cuando las amenazas son figuradas o nos sobrepasan. El primer requisito de una psicoterapia existencial es tomar conciencia que debemos soportar tanto la incertidumbre como la dura realidad. No se trata de encontrar una panacea, unos ritos o unas creencias salvíficas, para erradicar la ansiedad por estar vivos; por el contrario se trata de asumir el vértigo de nuestra libertad consustancial, de reconocer que nuestra capacidad de elección está en la acción.
El segundo requisito de una psicoterapia existencial estriba en no culpar a los otros. No somos ni inocentes ni víctimas, somos lo que nos dejamos que nos hagan y lo que hacemos. Solemos vivir en una cultura de culpar a todos excepto a nosotros mismos. Así, somos como somos porque no podemos escapar de los guiones que nos indujeron en nuestra infancia o nos han intoxicado personas malvadas o mis maestros no atendieron a mis necesidades o el estado es culpable porque no satisface mis necesidades básicas y, otras con la misma consistencia, forman una larga retahíla de razones para justificar nuestra pereza.
Cuando nos levantamos del letargo podremos arrojar por la borda la mayoría de las suposiciones que nos atrapan y nos sujetan. A partir de la destrucción de las certezas que nos sostienen somos capaces de avistar todo un abanico de hermosas posibilidades. Somos protagonistas de nuestra propia existencia –vivimos nuestra propia vida- cuando elegimos una senda. Lo realmente interesante es que elegir no elegir sigue siendo una elección de la que uno es el único responsable.
Elegimos porque somos seres indeterminados, en un constante proceso de devenir y cambio. La angustia adviene con la mirada de los otros. Somos un ser para otros en cuanto nuestra angustia se define por lo que otra gente piensa de nosotros. El famoso aforismo sartriano “el infierno son los otros” se puede comprender cuando sentimos emociones como la vergüenza, la culpa o la sofocación.
Elegimos porque nos sentimos y nos reconocemos finitos. Al tener conciencia de nuestra temporalidad –esto significa que siempre es su pasado, lo que ya no es, y su futuro, lo que no es aún- nos vemos obligados a dotar de sentido a nuestra existencia sin poder recurrir a unas creencias trascendentes. Podemos tener la esperanza que una vez se ha acabado nuestro tiempo existiremos de otro modo, pero no podemos escudarnos en unas creencias que nos eximan de la responsabilidad de elegir nuestra propia forma de vida.
Los filósofos existencialistas consideran que la vida es en último término absurda porque contiene verdades ineludibles y terribles como la angustia o la muerte. Por otra parte, la absurdidad implica el sentido que cada persona elige dar a su propia existencia. Consecuentemente el pesimismo, que supone no tener una naturaleza definida, implica el optimismo creador de un ser consustancialmente libre.