domingo, 5 de mayo de 2019

Una ética resistente


Podemos plantearnos tres ideas básicas de la felicidad: la felicidad como placer, como paz personal o como una reciprocidad que nos trasciende. Una ética resistente tendría que bascular entre la exigencia de una autenticidad personal y la necesidad de atender a un orden que nos constriñe.
El uso desmesurado de la palabra felicidad puede hacernos pensar que sus contornos son tan difusos que declararse feliz o infeliz carece de sentido. Ser protagonistas de nuestra propia existencia es un requisito sine qua non para el placer y la paz personal. Por otra parte, los fines trascendentes, a diferencia de los inmanentes, nos permiten ir más allá de nuestra propia vivencia y comprendernos como parte indisoluble de un conjunto.
Podemos trazar cuatro dimensiones: la dimensión intelectual, que aspira a la verdad; la dimensión estética, que aspira a la belleza; la dimensión moral, que aspira a la bondad y la dimensión espiritual, que aspira a la unidad. Cada uno de nosotros, en dependencia de su personalidad y sus influencias ambientales, escoge una determinada dimensión para alcanzar su propia felicidad.
La dimensión espiritual requiere de un grupo de personas con intereses o preocupaciones compartidas, que vivan o trabajen juntos de una forma organizada. Aunar el espíritu personal con el espíritu de comunidad no es un camino sencillo porque de un modo u otro siempre tenemos que “pactar”. Con todo, no cabe duda que la función más noble del pensamiento estriba en abstraernos de nuestra propia “mirada” para vestirnos con las “miradas” de nuestros semejantes. 
 La dimensión espiritual es el último bastión de una ética resistente. Podemos reivindicar una dimensión espiritual que asume todos estamos interconectados, que creernos ajenos al devenir de nuestro entorno es una ilusión. Un ética resistente que transita de la fraternidad a la autenticidad.