Podemos plantearnos
tres ideas básicas de la felicidad: la felicidad como placer, como paz personal
o como una reciprocidad que nos trasciende. Una ética resistente tendría que
bascular entre la exigencia de una autenticidad personal y la necesidad de atender
a un orden que nos constriñe.
El uso desmesurado
de la palabra felicidad puede hacernos pensar que sus contornos son tan difusos
que declararse feliz o infeliz carece de sentido. Ser protagonistas de nuestra
propia existencia es un requisito sine qua non para el placer y la paz
personal. Por otra parte, los fines trascendentes, a diferencia de los
inmanentes, nos permiten ir más allá de nuestra propia vivencia y comprendernos
como parte indisoluble de un conjunto.
Podemos trazar
cuatro dimensiones: la dimensión intelectual, que aspira a la verdad; la dimensión
estética, que aspira a la belleza; la dimensión moral, que aspira a la bondad y
la dimensión espiritual, que aspira a la unidad. Cada uno de nosotros, en dependencia
de su personalidad y sus influencias ambientales, escoge una determinada
dimensión para alcanzar su propia felicidad.
La dimensión
espiritual requiere de un grupo de personas con intereses o preocupaciones
compartidas, que vivan o trabajen juntos de una forma organizada. Aunar el espíritu
personal con el espíritu de comunidad no es un camino sencillo porque de un
modo u otro siempre tenemos que “pactar”. Con todo, no cabe duda que la función
más noble del pensamiento estriba en abstraernos de nuestra propia “mirada” para
vestirnos con las “miradas” de nuestros semejantes.
La dimensión espiritual es el último bastión
de una ética resistente. Podemos reivindicar una dimensión espiritual que asume
todos estamos interconectados, que creernos ajenos al devenir de nuestro
entorno es una ilusión. Un ética resistente que transita de la fraternidad a la
autenticidad.