lunes, 21 de septiembre de 2009

CATEGORÍAS O DIMENSIONES PARA COMPRENDERNOS.

El uso que hacemos del lenguaje para comunicarnos expresa nuestra manera de ser. Algunos sentencian como jueces, otros dudan como investigadores, otros escuchan como niños u otros se cobijan en el silencio como místicos. Nuestra manera de estar en el mundo puede destilar rabia o amor, podemos detestar a todo aquel que no se doblegue a nuestro monólogo o podemos aspirar a comprendernos a través de la mirada de nuestros interlocutores.
Muchos de los que optan por el silencio se han dado cuenta que “hablar por hablar” es un modo de huir del vacío de una existencia anodina. Han entendido que el artificio de una verborrea portentosa es el desagüe de sus incomodidades vitales y buscan en expresiones concisas el auténtico sentido de su vida. El silencio como la resaca de una retahíla de palabras vanas puede hacernos comprender la dimensionalidad intrínseca de nuestros juicios.
Los que sentencian utilizan unas categorías, que con unas fronteras inviolables diluyen la complejidad con una pasmosa autoridad. Necesitan discernir, sin atisbos, la verdad de la falsedad porque no soportan los que persisten en los claroscuros. Desde la seguridad de sus categorías viven ajenos a la inquietud de la mayoría de los que dudan y sus juicios una vez dictados son inamovibles.
Los que investigan dudan porque pretenden descubrir una regularidad que les permita predecir el orden de los acontecimientos. Utilizan categorías para clasificar, acercándose más a los que utilizan el cálculo de probabilidades que a los agoreros. Los que aman investigar siempre están dispuestos a volver a revisar sus juicios.
Los que escuchan aceptan la dimensionalidad de cualquier juicio porque sin prejuicios se dejan empapar por “el decir del otro”. Al escuchar se licuan las fronteras entre lo blanco y lo negro, entre los que saben y los ignorantes, entre los que pretenden salvar el mundo y los que quieren ser protegidos o entre los que creen tener razón y los que sólo tienen razones.
Tenemos la tendencia natural a juntar en grupos cosas diferentes, y parece que nos damos cuenta cuando algún objeto está fuera de su sitio. Cada cultura tiene sus propias categorías y, por consiguiente, la consistencia interna de las mismas es arbitraria. La consistencia interna proviene de una definición de atributos que nos permiten clasificar los miembros de los no-miembros. Tenemos el ejemplo cuando intentan colocarnos una categoría de raza en nuestras visitas a Estados Unidos: podemos ser tanto latinos, como blancos…, es decir, la definición de los atributos nos sitúa en una categoría u otra. En las categorías más abstractas como el bien o el mal, la libertad o la esclavitud todavía tenemos más dificultades para trazar los límites. Cuando conocemos alguien inconscientemente lo agrupamos en una categoría: es libre o es esclavo, es bueno o es malo. En la medida que vamos profundizando más en la relación vemos que los límites de nuestras categorías se difuminan y sostenemos sin rubor que el libre no es tan libre y que el esclavo no es tan esclavo. Al pensar comprendemos que los atributos que manteníamos con firmeza pierden su poder explicativo y optamos por posiciones más dimensionales; “tengo o tienen algo de bueno y de malos, de libres y de esclavos”.
Escribió el periodista Ryszard Kapuscinski que “si de entre las muchas verdades eliges una sola y la sigues ciegamente, ella se convertirá en falsedad, y tú en un fanático”. Así, aunque necesitamos de las categorías tenemos que tener el valor de cambiarlas para no convertirnos en unos fanáticos. Decía Nietzsche que al “hablar redondeamos”, es decir, obviamos los decimales, los matices que enturbian nuestra percepción clara y distinta.