Platón heredó de los pitagóricos
la necesidad de hurgar más allá de las apariencias, aspirando a un mundo de
esencias y de verdades inalterables. Así, se abre la veda a un mundo
dicotómico: entre los que habitan, sin consciencia, en las sombras y los que
avistan la luz. Piensan que la mayoría no puede zafarse de las penumbras porque
sus ojos, acostumbrados a las sombras, se cegaran con la nitidez de la verdad
desnuda.
La sabiduría es patrimonio de
los iniciados, de aquellos que pueden deshilvanar las falsedades de los
fenómenos. Así, se empieza desconfiando de lo evidente –de aquello que se
impone de inmediato en la consciencia a través de los sentidos- para buscar la
inmutabilidad en una razón que ordena el caos.
La escuela pitagórica distinguía
entre exotéricos o novicios (divididos en postulantes o neófitos) y esotéricos
o dotados de conocimiento interior, también llamados matemáticos. Hay una
jerarquía, una escalera ascendente, donde están los que con su “mirada de
halcón” alcanzan la cúspide y los que encadenados vagan con su “mirada de
murciélago” en la oscuridad de su caverna.
Los esotéricos, los de “mirada
de halcón”, se dividen a su vez en venerables, políticos, contemplativos y
físicos. La posición elevada de los políticos implica la defensa de un régimen
aristocrático donde el filósofo se convierte en rey. Los contemplativos son los
matemáticos, que acceden al conocimiento en forma de símbolos, articulados en
fórmulas codificadas y demostradas. Un peldaño más allá de los matemáticos
están los físicos, que se ocupan de la mecánica, la meteorología, la geografía,
la gramática, la poesía y la medicina.
Como poseedores de la verdad no
escatiman esfuerzos por constituir una sociedad jerárquica, dividida en tres
funciones sociales: productores, guerreros y jerarcas-sacerdotes. Los iniciados
vivían para la causa, olvidándose de todo aquello que les apartase del camino
hacía la sabiduría. Anticipándose al comunismo, vivían sin propiedades
compartiendo los pocos bienes que poseían. Tenían un ideario vegetariano porque
creían en la metempsicosis (reencarnación en un animal), manteniéndose firmes
en una férrea gramática de la obediencia.
Los pitagóricos alcanzaban la
sabiduría con disciplina y orden, obviando tanto los desvaríos de la
imaginación como las ensoñaciones de la fantasía. La interrogación sobre el
peso de los números en la tarea del pensar ha jugado un papel primordial en
Occidente. La fascinación por una sabiduría ajena a los intereses espurios, que
permite predecir el orden de los acontecimientos y, asimismo, erradicar el
sufrimiento no es un asunto trivial. En cierto modo, el miedo a la incertidumbre
impele a la búsqueda, mientras la alegría del encuentro al adoctrinamiento (en
el mejor de los casos) o en la tiranía de los sabios (en el peor de los casos).