viernes, 11 de julio de 2008

LOS RINCONES RECÓNDITOS DE TU ANDALUCÍA

Nuestra lozanía perdida de aquellos años renace cuando vislumbro las líneas simétricas de nuestros olivos añejos. Ajenos a nuestra ausencia, se obstinan en prodigarse con frutos generosos para sobrevivir de las insulsas directivas de rentabilidad agraria. Siempre ha sido nuestro paisaje.

Con el rocío tus olores sacuden nuestras sábanas blancas de lino. Fue tu abuela quien nos regaló el ajuar de nuestro amor público. Duermo con ellas desde que todos nuestros andaluces se enteraron que éramos una pareja que íbamos a vivir de los olivos heredados de tu tía viuda y desolada.

Tu tía vivió lo suficiente para enseñarnos que la tierra nos habita, que nos hace de una determinada manera. Sentenciaba como un estoico andaluz que “amamos lo familiar porque aspiramos a lo extraño”. Había visto como muchos jóvenes impetuosos se emperraban en buscar su identidad en tierras ignotas, para volver con su madurez a los paisajes de su infancia. Siempre decía que si no eres capaz de vivir con el extraño no puedes vivir contigo mismo. Ella sabía que yo había vivido rodeado de nieve, en montañas altivas, en desiertos inabarcables y en ciudades apestadas de seres humanos haraposos que malvivían entre los escombros de los suburbios invisibles. Desde el primer día que me conoció supo que no pertenecía a ningún paisaje, que estaba formado por los retazos de mi memoria quebradiza. Ella sabía que tú siempre habías habitado a través de la luz intensa del sur y de un mediterráneo que se funde en el océano. Sabía que desde niña te bañabas desnuda y bailabas por las noches con tu vestido sevillano. Desde el primer día entendió que tú buscabas lo extraño para reconocerte, mientras yo suspiraba por encontrar mi propio paisaje.

Aún me invade la nostalgia cuando rememoro nuestro amor clandestino, aderezado con el salitre de la costa. Yo, el viajero impenitente, sucumbí como un niño inexperto con tus bailes sinuosos, con tus ojos árabes y con esa gracia andaluza que todavía no he podido definir. Ahora sé que me enseñaste a ver el mundo de otra manera, a vivir el instante como si fuera lo único que realmente nos pertenece. Yo no era de ningún lugar y tú te empeñaste hacerme sentir como un andaluz. Decías que el paisaje sin sus gentes es como un volcán sin fuerza telúrica. Cuando te emborrachabas declarabas por doquier el amor a todos tus congéneres. Formabas parte de una cultura que te amamantaba como una nodriza benevolente. Todavía me acuerdo cuando al atardecer te sentabas en un pedrusco de tu costa para imaginar cómo los hombres árabes tomaban el té en el zoco, mientras sus mujeres, olvidándose del velo respetuoso, se bañaban desnudas en una bañera importada de Francia. Me parecían una extraña porque eras capaz de haber vivido muchas vidas sin haber salido de tu amada Andalucía. Me decías que la luz del sur acogió tanto a los latinos como a los árabes. Nunca entendiste como se podía vivir con otros paisajes. Yo sabía que tu tierra era como un continente que permitía toda la amalgama de climas, colores, olores y gentes. Conocía sus montañas, sus costas y sus tierras labriegas, pero se me escapaba el espíritu de sus moradores. Contigo empecé a vislumbrar el paisaje humano, esa forma de estar en el mundo que sólo se comprende cuando eres capaz de desvestirte de tus propios ropajes para dejarte atravesar por la mirada del otro.

Ahora, con tu ausencia voy entendiendo porque pertenezco definitivamente a tu tierra. Te fuiste porque no me dejaba arrastrar por la cadencia de un tiempo que parecía no agotarse. Me decías que tenía que apreciar la bondad de la lentitud. En mi vida todo eran proyectos, utopías que me hacían olvidar el presente para vivir en un futuro dorado. Tú acababas diciéndome que el futuro no existe, que es la representación mental más humana y dañina. Querías que apreciará que el error está en nuestra forma de ver el mundo mas que en el mundo en si mismo. Hoy, con nuestro paisaje de olivos simétricos, siento que estoy en el lugar adecuado. Quizá la felicidad no es más que estar en el paisaje apropiado y con las personas que uno quiere.

Tú te has ido y sigo buscándote detrás de cada olivo. Tu tía siempre me decía que algún día te irías para volver. Ella sabía que querías irte para sentirte extraña. Sostenía que con el tiempo te darías cuenta que tendrías que regresar. Me levantó cada mañana buscándote, cuidando nuestros olivos para que cuando te despiertes entiendas que desde el primer día te estábamos esperando.

Hoy, con el sol resplandeciente de albacea, voy a buscarte por todos los rincones de Andalucía. Viajaré por los mágicos parajes para entenderme, para comprender cómo el amor, más allá del deslumbramiento inicial, requiere de la lentitud. Una lentitud para ir desvelando los entresijos de nuestras primeras impresiones.

La intuición es más rica que el mismo conocimiento. Intuimos en base a nuestros deseos. El deseo de paz lo he encontrado entre nuestros olivos. Y el anhelo por no dejarte de amar me acompañará en mi lento tránsito para maravillarme por los rincones recónditos de tu Andalucía.