Estaba agazapada, parecía
que estaba esperando a su príncipe alado para surcar el cielo abovedado de su
futuro reino. Estimé que hasta ese momento su vida había sido trivial, que no
había experimentado ningún acontecimiento digno de ser filmado o narrado. Con
mi osadía sempiterna me imaginé que era un ser maniatado a los nimios
quehaceres diarios, que detrás de su mirada esquiva habitaba el silencio.
Contemplándola sin decoro y
acosada con mi mirada inquisitiva entrecruzó sus piernas con ademán sinuoso.
Fue con ese gesto mecánico, inconsciente, elegante y exquisito cuando invoqué a
las deidades para que me otorgaran a un rey padre moribundo. De pronto su
apariencia residual y anodina se hizo central y acogedora.
Sus piernas arqueadas,
esculpidas por un excelso demiurgo, custodiaban celosamente su primigenio
centro de la vida. Se me apoderó el deseo imperioso de escarbar en sus
entrañas. Así, empecé a soñar, a planear con mis majestuosas alas en el reino
de la fantasía. Me sentí un príncipe alado con el firme propósito de saborear
la fragancia de sus entresijos. Exhausto de tanto vuelo, volví a mirarla.
Seguía con sus piernas entrecruzadas, poseída por la mirada altiva de la
realeza.