lunes, 31 de diciembre de 2007

La alegría

Unas alas azules me han dado la nueva y el silencio hiriente se ha evaporado.

Vestida de largo me ha sorprendido, abrazándome con su tul sedoso.

Las fragancias de la primavera han inundado mi adormecido cuerpo.

Es la alegría inexplicable y ansiosa que ha iluminado mi vida.

Una deidad magnánima me ha bendecido.

Con su fuerza titánica me ha rescatado de mi oscuro mutismo.

Con su luz nutritiva me ha enseñado el verdadero camino.

Con su grácil mirada me ha impelido a mi propio destino.

Es la alegría enigmática que bendice a la esperanza.

Un ángel alado sin sexo me ha enseñado el sendero.

Angosto, frágil, empinado y tortuoso.

Escondido entre la maleza del olvido.

Agazapado entre el miedo y el odio.

Es la alegría que se esfuerza por su supervivencia.

Un eterno joven con barba blanca me ha revelado.

La alegría de ser un ser humano.

El regocijo de transitar por el auténtico sendero.

La filia y la pasión por mi hermano.

Es la alegría que derrite a la tristeza.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

terremoto

EL TERREMOTO.

Todo empezó a moverse. Las frágiles paredes de adobe se deshacían como un castillo de naipes y yo impertérrito permanecía sentado en la silla de mi abuelo. Durante unos segundos cerré los ojos para olvidarme de la desgracia que se avecinaba. Súbitamente no pude dejar de verme como un observador que desmenuzaba las consecuencias de los tres minutos del sismo. Todos sabíamos que vivíamos en unas tierras bravas, con una fuerza tectónica que agazapada podía resurgir en cualquier momento. Vivíamos tan ajenos al peligro que el alcalde nos permitía construir casuchas indecentes y las autoridades eclesiásticas hicieron una campaña para embellecer los adobes de la iglesia colonial sin ocuparse de su añeja fragilidad.

Como un destello me surgió la imagen de mi tía beata enterrada entre los dos cristos negros. Mi tía Casilda era creyente porque estaba desesperada. Maltratada de niña y sin marido siempre fue un añadido en nuestra familia. Me crió sin quererme porque su única ambición era sentarse a la diestra de dios padre. Estoy seguro que para ella el terremoto es el mejor modo de acercarse a su dios personal. Me la imaginó feliz enterrada entre un montón de escombros de la casa de dios. Parece que la fe reconforta tanto a los sabios como a los ilusos.

Mi madre murió cuando yo era demasiado niño para acordarme de ella. Sostengo que la adoro por su ausencia. No tuvo tiempo de tambalearse en las pequeñas replicas del terremoto de la sierra de los años ochenta y parece que siempre vivió ajena al peligro. Murió de la manera menos heroica que puede morir un ser humano, pero vivió sin temer a los grandes envistes de la naturaleza. Quiero pensar que si estuviera me acogería entre sus brazos para protegerme de nuestras vetustas vigas carcomidas por el salitre del pacífico. Estoy solo y no puedo cobijarme en sus faldas. Adoramos mucho más a los ausentes cuando sentimos que todo lo adquirido se desvanece en unos instantes.

Mi padre debe estar de en la plaza de las armas, debatiendo sobre el nuevo impuesto que Lima quiere recaudar en los pueblos de la costa. Una ley sesuda se quedará sin financiación. Sobrevivirá porque huye de los espacios enclaustrados. Un médico cubano le diagnosticó claustrofobia, aunque en realidad él siempre ha sido un hombre previsor desde que vivió un terrible terremoto en su adolescencia. Nunca nos dijo que tenía miedo a perder su vida, pero vivía como si lo tuviera. Los supervivientes de una catástrofe dejan de ser como eran para transformarse en otros. Me ha enseñando que hay acontecimientos que nos envejecen, que minan nuestra inocencia primigenia. Ha intentado meterme en la cabeza que no somos dueños de lo que pasa en nuestra vida, pero sí de cómo lo interpretamos.

Me repito una vez y otra que tengo que ser capaz de asumir que todos mis libros han desaparecido. Me atormenta la idea de que sólo mi quebradiza y caprichosa memoria será el testigo de mi juventud. Cuando sea capaz de ver mi habitación polvorienta como un amasijo de escombros y papel, el terremoto dejará de bramar y los bienintencionados de la ciudad nos alimentarán gratis durante la reconstrucción de nuestra ciudad ruinosa. Siempre he sentido orgullo de mis libros en un pueblo iletrado, pero ahora voy a estar tan desnudo como todos mis amigos y enemigos.

Me imagino las sirenas de las ambulancias recogiendo los cuerpos inertes en un barrizal que insaciable ha engullido todos mis libros. La desgracia se expandirá porque los políticos saben que cuantas más personas se conmuevan más ayuda recibirán los damnificados. Me figuro que las caras polvorientas de los voluntarios serán portada de los diarios más serios, mientras los sensacionalistas se atreverán con la fotografía de un niño moribundo atrapado por la única viga de madera de su vivienda. Lo que no se explica no existe, pero para conmover se requieren imágenes. Tengo la certeza que una multitud de fotógrafos se afanarán por encontrar la foto que resuma todo el sufrimiento de mi pueblo. Como aves de rapiña bucearán en la desgracia ajena para constatar la existencia del sufrimiento. Las desgracias tienen la gracia de conmover a la mayoría de los seres humanos. La mayoría adquieren la conciencia de que ellos podrían ser las víctimas. Desgraciadamente todo dura un momento y después con la terapia de la cotidianidad volvemos a vivir cómo si nada hubiera ocurrido. Me asombra la cantidad de seres humanos que mueren mientras nos ocupamos de encontrar los adobes necesarios para construir un segundo piso en nuestras viviendas miserables.

De repente se me ocurre lo ignorantes que somos ante la fragilidad de la vida humana. Vivimos olvidándonos que mañana podría ser nuestro último día. Los que vivimos encima del peligro desarrollamos el sentido de la pura vida. La pura vida es la conciencia que un día u otro nos enterraran en una caja de madera barata porque la funeraria no tenía previsto un movimiento sísmico de tanta magnitud.

Las desgracias naturales asemejan a todos los países. Terremotos, volcanes o huracanes se ceban en tierras fértiles, agraciadas por la belleza de un sol magnánimo o unas montañas majestuosas. Pienso en los europeos que se maravillan de nuestras alturas, que se marean y se atreven con la coca redentora. Occidente está algo enfermo, se drogan para buscar un placer que no encuentran en sus vidas acomodadas. Nosotros nos contentamos con poder comer cada día algún tubérculo acompañado de algún trozo de llama o vicuña. Unos se preocupan por no engordar y otros por no poder engordar. La vida es curiosa: parece que se acaba cuando uno se sacia y adquiere toda su fuerza cuando se siente impelida a saciarse. Parece que necesitamos que de vez en cuando nos recuerden que todo tiene una fecha de caducidad. Vivimos ajenos a nuestro fin por mandato de la propia estabilidad mental.

Mi primo se suicido porque quería decidir el día de su entierro. Sencillamente estaba cansado de vivir, pero yo tengo ganas de sobrevivir al terremoto. Voy a abrir los ojos para sentir sí todavía puedo balancearme en la silla de mi abuelo. Ah ¡todavía puedo pensar y mover mis piernas. He sobrevivido. Sostengo que comprenderé a mi padre, que viviré con la funesta conciencia de que otro día me tocará escuchar los sermones de cualquier evangelizador en una iglesia inestable y acabaré siendo un cuerpo sin alma entre los cientos soterrados por una cúpula inestable.

La memoria es caprichosa y perecedera, pero no olvidéis que he sobrevivido para contaros aquellos tres minutos que me balanceaba en la silla de mi abuelo. Cualquier existencia con sentido reconoce que el premio de una buena vida es tener la capacidad de vivir más allá de nuestras vivencias. Cuando escribimos coagulamos lo vivido en un ejército móvil de metáforas para acariciar aquello que consideramos esencial. He aprendido que sin cierto equilibrio no podemos vivir con cierta dignidad.

miércoles, 31 de octubre de 2007

EL SENTIDO COMÚN

“El sentido común es un conjunto de creencias sobre el mundo, compartidas por un grupo social”
G.J.O. Flether (1)


Para reflexionar necesitamos atender, explícitamente o implícitamente, al sentido común que cohesiona a la sociedad en la que vivimos. Un rastreo histórico de las creencias que se han sucedido en las diversas sociedades nos producirá inevitablemente una cierta perplejidad porque no podremos encontrar unas creencias universales.

Tales de Mileto, considerado el primer filósofo occidental, tenía fama de excéntrico y, por lo tanto, la mayoría de sus coetáneos aún reconociendo su sabiduría chismorreaban constantemente sobre sus supuestas extravagancias. Al final demostró que podía ayudar a su sociedad sí le dejaban ser él mismo porque con sus teorías podría predecir el tiempo adecuado para una excelente cosecha de aceitunas. Así, la primera lección que nos ofrece el fundador del pensamiento occidental es que no podemos defraudarnos a nosotros mismos y que la identidad sexual al enraizarse en nuestro profundo ser no puede obviarse en nuestra interacción social.

La interacción social equivale a acción reciproca, interdependiente, entre personas. La interacción humana, a diferencia de los animales que se sustentan en “signos naturales”, se basa en “símbolos significantes”. Estos “símbolos significantes” son aprendidos a lo largo de nuestra existencia y tanto conscientemente como inconscientemente se solidifican con nuestras tendencias naturales. Cuando reflexionamos no es difícil distinguir aquello que nos pertenece por naturaleza o aquello que hemos ido adquiriendo en nuestra interacción social. Lo cierto es que somos seres sociales, hace más de dos mil años Aristóteles nos dijo que un ser humano capaz de vivir fuera de la sociedad era una bestia salvaje o un dios (2), y, por consiguiente, el sentido común de nuestra sociedad nos permite vivir humanamente con un orden que nos hace aflorar nuestras filias o fobias.

El sentido común, que es una construcción social e histórica, nos obliga a operar en categorías, en clasificaciones dicotómicas entre lo masculino y lo femenino. El conocimiento científico disecciona las diferencias físicas y psicológicas entre el sexo femenino y el sexo masculino, pero se abstiene de hacer juicios de valor sobre los roles sociales que cada cultura histórica asigna a cada género. Scheler asentó su filosofía en la idea que “el hombre es un ser que puede decir no” y como tal podemos poner en tela de juicio los roles de género (3). Así, cuando hablamos de género nos referimos a una red de creencias, actitudes, sentimientos, rasgos, valores, conductas y actividades que diferencian a los hombres y a las mujeres como producto de un proceso histórico de construcción social. Foucault ya advirtió que lo importante del pensamiento filosófico es pensar aquello que se ha dejado de pensar cuando se ha pensado, es decir tenemos que tratar de iluminar las zonas umbrías del sentido común de nuestra cultura. La transexualidad, entendida como una opción precisa, nos ofrece una forma de volver a pensar en un nuevo haz de posibilidades que se abren al superarse el condicionamiento biológico y normativo. No existe una uniformidad predestinada, el sexo genético y la apariencia corporal difieren de la identidad sexual psicológica.

Aunque la sexualidad tiene que ver tanto con las palabras, las imágenes, los rituales y las fantasías como con el cuerpo podemos separar nuestro yo psíquico de nuestro yo corporal. Nuestra manera de pensar el sexo modela nuestra manera de vivirlo, pero el sentido común nos empuja a ubicarnos socialmente en el género masculino o el género femenino. La identidad sexual de un transexual es una apuesta creativa porque anticipa un ideal de reconocimiento social.


LA VOLUNTAD DE SER.

“El mundo como objeto en sí mismo es una gran voluntad que no
sabe lo que quiere; ya que no sabe sino sólo dispone, sencillamente porque es una voluntad y nada más”
Arthur Schopenhauer (4)

Para Rousseau los humanos tenían disposiciones innatas, buenas, pero no podían competir con el poder pervertidor del mundo. (5) En el siglo XIX para Schopenhauer la voluntad es una fuerza misteriosa y autogeneradora que impulsa al mundo. Esta fuerza no era un impulso impuesto desde fuera, sino una energía que emanaba de las profundidades de cada ser humano. Si esta fuerza, que impele a los individuos a comportarse de una determinada manera, la carcome el orden social inevitablemente generará sufrimiento personal. Así, es desde la voluntad como vamos construyendo nuestra identidad transexual.

Otra posición filosófica contrapuesta es la de John Locke y los empiristas quienes sostenían que la textura intima de nuestro ser provenía de las influencias que los individuos recibían en su existencia personal. Realmente no podemos obviar que los roles de género no derivan de nuestra voluntad, sino que los hemos adquirido en nuestra realidad social. El transexual no solo pretende sentirse ubicado en su género, sino también reconocerse con los roles sociales que le pertenecen.
Así, la experiencia filosófica nos permite plantearnos que nuestra identidad, que nunca es monolítica y se cimienta en la voluntad de ser, se forma en una constante interacción entre lo que somos como seres biológicos, lo que pensamos como seres racionales, lo que sentimos como seres emocionales y, principalmente, en nuestras esperanzas que nos definen como seres humanos.

Como hijos de la tradición occidental nos han enseñado a pensar y actuar en términos de oposiciones binarias y jerárquicas. Pensamos con un claro principio de demarcación entre yo y el otro, entre lo masculino y lo femenino, entre el superior y el inferior, y un largo etcétera. Podemos combatir esta herencia con la estratagema de pensar que la distancia entre lo propio y lo ajeno, entre la vagina y el pene, entre el jefe y el subordinado es más difuminada de lo que creemos. El análisis filosófico nos permite comprender que la identidad es un proceso abierto y que es la voluntad de ser la que determina nuestra manera de existir.

Fueron dos científicos, Darwin (1859) que formuló la teoría de la evolución y Mendel (1866) que descubrió las leyes de la herencia quienes invirtieron las preocupaciones de la totalidad de los pensadores del siglo XX; somos animales que heredamos unos rasgos que determinan nuestras conductas y Dios parece ser que no había creado el mundo en seis días.(6) Para Darwin la selección natural es posible porque la gran variedad de individuos permite que unos se adapten a los cambios inexorables que se producen en el medio natural (los que no se adaptan fenecen).(7) El concepto de adaptación de la teoría de la evolución resquebraja una idea finalista de la naturaleza humana, pero, a su vez, nos hace entender que no estamos guiados por una voluntad ciega o clarividente que determina nuestra vida.

Mendel nos ha legado un enigmático determinismo que nos puede hacer pensar que nuestro “ser” depende en gran medida de nuestra dotación genética. No avanzaríamos mucho sí el determinismo teológico lo sustituimos por el determinismo genético, pero hoy sabemos que los genes delimitan unas probabilidades que interactúan con factores del medio social en que nos desenvolvemos. Hay una constante interacción entre genes y el entorno.(8)

La voluntad es un concepto huidizo porque depende tanto de cómo somos como de cómo nos han enseñado ser. La voluntad requiere de un fin, que tanto puede ser una necesidad, un deseo, un sueño, una obligación o un de largo catálogo de diferentes motivaciones que impelen con energía inusitada a nuestro ser. La conciencia que uno adquiere de sí mismo es un proceso arduo, que no siempre se corona con éxito, pero sí la vida se define por algo imprescindible es por la esperanza de llegar a ser lo que somos.




Bibliografía


(1). G.j.O. Fletcher “Psychology and cammon sense”. American Psychologist, 39
(2). Aristóteles “Política”. Obras. Madrid. Aguilar. 1991
(3). Max Scheler “El puesto del hombre en el cosmos” Madrid. Aguilar. 1984.
(4). Francisco Lapuerta Amigo “Schompenhauer” Barcelona. 1997. Cims
(5). J.J Rousseau “Confesiones”. Barcelona. 1991. Orbis
(6). James D. Watson “Pasión por el ADN” Barcelona. Crítica. 2001
(7). Ernst Mayr “Una larga contraversia: Darwin y el darwinismo”. Barcelona. Crítica.2001
(8).Javier Sampedro “Desconstruyendo a Darwin” Barcelona. Crítica. 2001.

LA AUSENCIA DE SOFÍA

Se acercó sigilosamente para susurrarme que todo podría haber sido de otro modo. Parecía que no le preocupaba demasiado cómo hubiera sido nuestro final, si no nos hubiéramos mudado de aquel cuchitril del casco viejo. En sus entrañas no cabía espacio para la nostalgia, siempre vivió como si el pasado no hubiese existido.

Fui consciente de su magnetismo la primera vez que la vi en aquel andén destartalado de la estación de Francia. No era su apariencia lo que me fascinó, me conmovió una mirada lánguida que atenazaba una fuerza titánica inexplicable y que parecía que podía perforarme en cualquier instante. Yo siempre había soñado con un puzzle compuesto por las diferentes piezas, y me resistía a reconocer que, cuando uno elige a una mujer, no deja sino de escoger una pieza sin conocer cómo encajaran las distintas partes. ¡Bendito desconocimiento! Nos impele desesperadamente a las aventuras más insospechadas y nos evangeliza para ser meras marionetas de nuestros propios deseos.

Era una mujer inédita, y poseía la magia que mi abuela anheló en ochenta años y nunca consiguió. Tuve el presentimiento de que era la mujer que podría iluminar mis noches y oscurecer mis días. Aunque reconozco con la tristeza del adulto que no es el puzzle que había soñado en mi infancia sonámbula y taciturna; la ingravidez de su ausencia me resulta abismal.

Reconstruir la historia del primer encuentro es el peor modo de hurgar en una herida que insistentemente supura y no encuentra el antídoto para ser cicatrizada. Las palabras no son inocuas porque nos hunden en las mismas raíces de nuestras grandezas y miserias. Quizá la mejor forma de sobrevivir es reconocer que no te puedes bañar dos veces en el mismo río, y que las palabras no son más que unas metáforas que se circunscriben en un ejército móvil de vivencias escurridizas y esencialmente efímeras. Me resisto a sostener que todo lo que pueda escribir sobre el primer día que la encontré, en aquel andén destartalado de la estación de Francia, son un conjunto de signos convencionales sin el menor atisbo de mostrar lo verdaderamente substancial de aquella experiencia única. Creo en las palabras porque las amo, como amé a Sofía cuando el tren con destino a Madrid anunciaba un retraso de dos horas.

El día era primaveral, y el sol magnánimo enmarcaba, con sus rayos tamizados por las vidrieras, la cruz central del andén en donde ella parecía esperar que anunciaran su tren. No creo en la necesidad, en los relatos que pretenden hacernos creer que nuestra propia vida es la única posible. Tengo la diáfana conciencia que podría haber vivido otras vidas, aunque siento que no podría sobrevivir sin la capacidad de imaginar que algunas cosas que me han ocurrido eran inevitables. Me fascinó Sofía porque sentí que era necesaria, que su presencia formaba parte de un orden preestablecido. Me gustaba sentir que yo no era quien la elegía, sino que una fuerza trágica todopoderosa gobernaba tiránicamente mis deseos. En mis adentros me repetía insistentemente que era mi mujer primordial.

Yo ya sabía que los sueños mueven el mundo aniquilándolo. Mi profesión de politólogo me ha servido para comprender que los seres carismáticos pueden subvertir el orden establecido. Si bien son ellos quienes encabezan las revoluciones, el ciclo tiene una cadencia milimétrica: los hijos se comen a sus padres y finalmente son los nietos quienes ni se acuerdan de sus abuelos. La memoria caprichosa nos dota de eso que los psicólogos llaman conciencia. Pensándolo bien, ya no tengo conciencia de aquel primer día.

Ahora vuelvo sobre esos primeros momentos y reconozco que las dos horas de retraso del tren de Madrid me produjeron una convulsión tal que todavía me siento incapaz de prever sus efectos. Por mucho que lo intento no puedo comprender mi frágil autoconciencia sin Sofía. Mi identidad está sesgada por su ausencia, y sólo me reconforta recordar su presencia en la estación. Sostengo que vivo de los recuerdos.

Aunque es alta no camina erguida, parece que siempre está mirando el suelo. Al principio pensé que estaba acostumbrada a subyugarse al poder totalitario y que no poseía las fuerzas suficientes para rebelarse, pero hoy entiendo que sus ojos miraban al suelo porque es el ser más libre que conozco. Mantengo que amo a una mujer libre.

Amo una ausencia, y odio este maldito apartamento del barrio antiguo. Escribo sobre la mesa en la que hicimos la última vez el amor. Vengo de orinar, y el ruido de mi cascada amarillenta es insoportable sin el compás de sus repetitivos efluvios. Amo ruidos insospechados para la mayoría, y estoy dispuesto a vender este apartamento sin el bidet. El bidet ha sido el testigo fehaciente de que nos hemos amado. Ella es la mejor maestra del amor carnal.

Hace días que no hago el amor, hasta he olvidado que me dediqué a la ciencia política para poder conocer mujeres que estuvieran dispuestas a poseerme. Cuando estudiaba, albergaba en mi mente la descabellada idea de que los profesionales de la política eran promiscuos por naturaleza. Entendía que los que ejercen el poder debían tener una vida sexual variada para tomar las decisiones adecuadas sobre los bienes públicos. He conocido buenos y malos profesionales, pero no he logrado establecer ninguna correlación significativa entre el sexo y la política. El sexo es patrimonio de los ociosos.

El trabajo en nuestras sociedades, mal llamadas neoliberales, castra hasta las naturalezas más fogosas. Desperdiciar el semen es una actividad totalmente improductiva. Las mujeres parecen realizar una tarea más rentable cuando recogen en su seno los millones de espermatozoides, pero todos sabemos que hoy todo es diferente. Me encantaba su pasión por mi esperma.

Sofía se dedica a la pintura abstracta. Siempre que le preguntaba qué significaban sus manchas asimétricas, me ofrecía los textos de San Segismundo. Sueña tanto con Freud y su libido, que creo que es pintora porque está enamorada de esa instancia oscura que a veces llama “ello” y otras “subconsciente”. Yo no soy un experto en psicoanálisis, y aún menos creo en las patrañas de los que se han adjudicado el papel de confesores, pero admiro al “ello”, porque permite que Sofía se parezca a un volcán en permanente ebullición. Añoro sus manos con rastros de pintura.

No creo en los relatos y, sin embargo, no puedo dejar de contarme cómo fue ese primer día. Me gustaría ser descriptivo para poder contar, como un fiel escribano, los primeros momentos de aquel encuentro. Me acuerdo que le pregunté por qué estaba tan intranquila, y me permití el consejo idiota de decirle que todo tiene solución menos la muerte. Eso de la muerte le gustó, pues me dijo que ella fumaba y tenía mala conciencia por la misiva que los gobiernos bienintencionados ponían en las cajetillas. Decía que “el fumar mata”, como también, inexorablemente, “el vivir mata”. Encendió un pitillo y exhaló el humo con verdadero deleite. Ahora no puedo precisar cómo lo hice, pero a los cinco minutos estábamos tomando un café. Fueron las dos horas más cortas de mi vida y, cuando partió hacía Madrid, me invadió una tristeza física que nunca antes había experimentado. No pude apretar sus manos.

No sé de lo que hablamos, pero tengo clara conciencia de sus movimientos. Se sentaba como sólo saben sentarse las mujeres acostumbradas a llevar falda. Sus zapatos eran de medio tacón e, incomprensiblemente, no hacían ruido cuando caminaba. Tenía un vientre plano y su ombligo era perfecto. Cada ombligo es diferente, y me gusta pensar que existen tantas diferencias individuales como generacionales. Me hubiera gustado besarle el ombligo.

Sus ojos eran expresivos y melancólicos. Me impresionó más la forma de sus ojos que el color azulado prototípico de las eslavas. Tenía un ligero estrabismo, que lo percibí una hora después de conocerla. Su mirada era inquisitiva, y yo estaba asustado, porque nunca había soportado a las personas osadas. Descubrí que no era tímida, que había vivido, y que la vida no había decidido por ella. Me fascinó la capacidad de no esconderse, de decir sin miramientos todo lo que se le ocurría. Yo he sido educado para la simulación y ella es como el fuego, que una vez encendido se escampa a una velocidad vertiginosa.

Las manos eran finas y poco trabajadas. En mi primer viaje a Guatemala conocí a un adivino que predecía el destino de sus clientes con un análisis minucioso de la mano derecha. No era un quiromántico al uso, porque, sencillamente, se dejaba embriagar por las energías divinas que transmitía la mano derecha de sus consultantes. Soy un escéptico que aprendí del mago guatemalteco que las manos nos proporcionan mucha información de las personas. Si algún día me aburro de mi trabajo, me dedicaré a sistematizar sus enseñanzas. La mayoría de los axiomas de la teoría de la mano derecha serían descabellados, pero no más absurdos que muchos otros paradigmas que pretenden ser legítimos en razón del método científico. Sus dedos eran largos, y no parecían embrutecidos por el trabajo manual. El anular era inusualmente largo y extraño a la configuración general de su mano. Rocé su anular y sentí que quería poseerlo.

No me explico la fuerza del anular de Sofía, y soy consciente de que su huella perdurará hasta el final de mis días. Ese dedo fue la pólvora que propagó mi fuego interno. Mientras vivía conmigo, el fuego me alimentaba. Hoy me abrasa, mejor dicho, me calcina. Tendría que ir a una unidad de quemados, pero no existen. Los que esculcan los entresijos del alma humana se quedan en la superficie, en esos síntomas que asépticamente pretenden controlar. No se puede erradicar la causa de mi fuego interno. Siento que, con su ausencia prolongada, las llamas irán menguando e, imbuido en las tareas cotidianas, sobreviviré en el mundo de los cuerdos.

Amar es un verbo que se utiliza demasiado, y creo que es difícil saber qué expresa o siente cualquier intrépida cuando te espeta sin remordimientos: “te amo”. Las enseñanzas de mi abuela perduran porque, lejos de desesperarse por su decrepitud, se enardecía por la sabiduría que había acumulado en su existencia. Ella me enseñó que no debía esperar nada de nadie, y menos aún de un amante. Además, repetía de manera insistente que cada uno ama como es capaz de amar. Ahora, siento que mi gran error es pensar que todo podría ser de otro modo, que no soy capaz de doblegarme ante la presencia del otro. Estuve a punto de olvidarme de mí mismo cuando viví con Sofía.
No fui hábil para escaparme de mí mismo en este cuchitril del casco antiguo. No tenía fuerzas para serrar los barrotes de mis fronteras y permanecía como un prisionero satisfecho. Hoy, he pretendido aprender el arte de los cerrajeros y estoy seguro de que, aunque dé con la llave que permita abrir mi alma de par en par, volveré a cerrarla mañana. Con su presencia abrí las primeras puertas, y es con su ausencia cuando me he atrevido con las más herméticas.

UNA PRIMAVERA CON SABOR A INVIERNO

La chica que me enseñó a soñar lloraba sin saber que yo era el único culpable de todos sus desvelos. Llovía torrencialmente como el primer día que nos conocimos. Sus lágrimas se inoculaban en mi corazón como unos coágulos dañinos e inoportunos. Ella siempre fue un ser tan maravillosamente ingenuo, que nunca comprendió que la pasión al consumarse se desvanece.

No puedo olvidar que cuando la abracé, aquel lunes de enero, sentí que era el hombre más afortunado del mundo. Siempre había anhelado extasiarme con una experiencia primordial, a partir que aprendí que la mayor riqueza es vivir en un eterno presente. Desde niño me instruyeron en la necesidad de controlar los acontecimientos y en la fantasía de alcanzar el reino de los cielos cumpliendo las normas del buen ciudadano. Con el paso de los años, el fundamento de esas normas inquebrantables se fue desvaneciendo, hasta que en una gélida mañana de invierno me levanté totalmente vacío. De repente no tenía asideros para sostenerme, y todas mis certezas heredadas se oscurecieron. Viví en las tinieblas hasta que apareció una nueva luz primaveral, con las primeras lágrimas de la chica desconsolada por mi ausencia
Me fui porque no sé bañarme dos veces en el mismo río. Sin saberlo otorgué un poder desmedido a las promesas, al no decirle que nuestro final estaba escrito. No quería desencantarla. Me esforcé para que viviera la relación más mágica de su vida. Soy como un iluso que ha vivido saltando de ilusión en ilusión.

La conocí un lunes sombrío en la barra de un bar anodino. No me acuerdo de nuestras primeras palabras. Estaba magnetizado por sus manos. Me fascinan las falanges artísticas, como la de los pianistas o violoncelistas, desde que en mi primer trabajo de biología sostuve la tesis que la capacidad prensil fina es nuestra principal ventaja evolutiva. Más allá de su humanidad, unas manos elegantes al enardecerme nublan mi buen juicio. Quería poseerla y ser poseído.
Su fragancia iluminó mi alma. El tétrico invierno se esfumó de mi corazón, dando paso a una floreada primavera inundada con trinos de pájaros exóticos. Saltaba de alegría y me sentía como un niño con zapatos nuevos. Cuando llegué a casa me acosté en mi camastro para saborear todas las impresiones que impelían a mi corazón. Volví a sentir el extraño escalofrío que experimenté cuando cumplí doce años. Al rememorarlo todavía me sorprendo cómo me atreví a bañarme en aquel río, en pleno invierno, rodeado de montañas majestuosas. Pensé que todo está en nuestro cerebro, que nuestra felicidad depende de nuestras representaciones.

El martes, el primer día de su ausencia, me levanté con el sabor de la primera escarcha. Me quedé atónito cuando su imagen se perfiló en el techo de mi exigua habitación. Con un vestido traslúcido parecía la encarnación de la virgen blanca. A partir de aquel día transitó de la credulidad a la perplejidad.

El miércoles, el segundo día de su presencia, llovía tenuemente. El invierno resistente no permitía que los rayos del sol benigno se infiltraran en los densos cirros grisáceos. Su faz iluminaba el bar cutre que me regaló su presencia. Aprendí que el esfuerzo por ver lo que deseamos nos permite el arte de los alquimistas. Transmutar lo cotidiano en valioso era la divisa de unos alquimistas celosos de sus pesquisas. Comencé a comprender que ella sería lo más valioso de mis próximos días.

Con el pasar de los días nuestra felicidad crecía exponencialmente. Un día leí un proverbio ancestral chino que nos impele a guardarnos de las épocas interesantes. La paz con nosotros mismos y el mundo es un tipo de amor filial que no tiene que ver con la pasión. La pasión nace de la ausencia, mientras la alegría por compartir se sustenta en la aceptación de lo que te depara la existencia. Obstinado, como la mayoría de mis semejantes, lucho por lo imposible sin mostrarme conforme con lo posible. No logré vivir en paz y deseé la guerra.

Fue un lunes primaveral que ansié su ausencia. Me aparté en silencio, con actos nimios de cansancio. Un día que no recuerdo, en nuestro bar cutre, sin dilación le espeté la fatídica frase; “mi corazón helado por el fragor de la primavera anuncia un nuevo invierno para nuestras almas”.Sus lágrimas se diluyen en la lluvia torrencial de un invierno lúgubre y áspero. Me gustaría decirle que con ella he encontrado la paz, que nunca más permitiré que nadie hiera su corazón. Volveré con mis palabras para amarla como nunca ha sido amada. Le diré que la eterna primavera no es un anuncio para vender vacaciones, la abrazaré para compartir con ella la vida que me queda. Imploro a las deidades, que con su beneplácito, me proporcionen la fuerza necesaria para sentir la alegría por su mera existencia. Hoy, más que nunca, deseo que después de la paz, anhelada y aniquiladora, la pasión emerja como un haz primaveral.

EL SILENCIO DE LA EXCLUSION

Ser invisible me parece más pernicioso que ser excluido. Era lunes y me levanté al alba para sentir cómo la luz tenue acariciaba los vetustos edificios de mi barrio decadente. Siempre he vivido cerca de la plaza de las armas, en un espacio atiborrado de turistas que fotografían las edificaciones coloniales que han logrado pervivir después de los repetitivos e inesperados terremotos. Era el primer día de la semana y tenía la impresión que sería un día anodino y gris como el clima de mi Lima querida. Me imaginé a los turistas rubios y lustrosos enseñando las fotografías limeñas a unos amigos que no sabían ni situar en el mapa a mi país. Me lavé y me afeité con mis cuchillas desgastadas con la sensación que era un ser invisible.

Sostengo que nos excluyen cuando molestamos. Al salir a la calle saludé a la abuelita indígena que vende caramelos a los niños de mi barrio. De repente pensé que no sabía su nombre y que no era más que un añadido de mi escenario cotidiano. Cerré los ojos para pensar en lo que mi abuela me repitió insistentemente; “hijo, cuando algo desaparece empezamos a reconocer su verdadero valor”. La viejecita de los caramelos no se desvaneció, pero apareció con una nueva luz. Pararse a pensar lo que vemos cada día es retornar a la infancia, a esa época que se tiñe de porqués y no se consuela con respuestas simples. Por primera vez me molesto su indigencia como yo incordiaba a mi rico empleador. Creo que el señor Juan con sus comentarios sarcásticos construye su identidad apuntalándola en mi desgracia. Hoy me he dado cuenta que soy suficientemente pobre para mi empleador e insulsamente rico para la viejecita de los caramelos. Todo depende de la perspectiva.

Acabo de descubrir que amar es adentrarse en la perspectiva del otro. Desnudarse para vestirse con los ropajes del amado. La tolerancia siempre me ha turbado. La aceptación es la virtud más excelsa porque no pretende comparar a uno con el otro y no busca prescribir una única forma de vida.

El ruido se opone al silencio de la misma forma que la aceptación a la exclusión. Las ciudades del opulento occidente son silenciosas porque sus ciudadanos cabizbajos son unos entes solitarios en un mundo hostil. Los pueblos del tercer mundo son ruidosos para olvidar que siempre serán excluidos por la violencia de un mundo que los necesita. Los ejecutivos neoyorquinos necesitan que yo cobre apenas mil soles para vestirse con unos pantalones que valen más de tres mil soles.
Mientras camino por el boulevard más engalanado de la ciudad sospecho que la economía es una ciencia funesta. La riqueza tiende acumularse en unos pocos, que como predestinados por una luz divina ostentan sin miramientos sus propiedades a un ejército de harapientos. Una escuadra de desposeídos que con pasos marciales caminan al compás de los generales. Intuyo que el gran problema es que han desaparecido los nombres de los opresores y las sociedades anónimas explotan a cualquier ser humano para satisfacer a los consumidores.

Observo a las ávidas amas de casa comprando retales para adornar sus casas arruinadas y a un joven, enriquecido por sus padres esforzados, comprar un tejano carísimo al lado de un indígena, cuarteado por el sol de la sierra, que vende collares a un precio irrisorio. Me gustaría saber el sueño que empujó al campesino reciclado dejar sus altivas y majestuosas montañas por una ciudad ruidosa y sin tierras cultivables. Desearía que el campesino me legué el modo de dignificar la vida humana.

Estoy orgulloso, después de leer durante tres noches seguidas un libro del revolucionario Marx, de haber descubierto que la utopía es un sueño de la razón y la quimera es un sueño de la fantasía. No sé si la dignidad proviene de unas quimeras vestidas con los ropajes de las utopías o de unas utopías que se han presentado como quimeras. Pienso que las ilusiones nutren la vida humana y si secamos los manantiales de la utopía brotará la barbarie. Nuestro mundo es insultantemente bello y bárbaro. Sólo podemos estar despiertos sin perder la capacidad de soñar.Pensar es una tarea huidiza, pero presiento que es el mejor modo de hacer visible lo que permanece oculto. Sostengo que las quimeras nos ilusionan, las utopías nos alimentan y la capacidad de pensar nos sostiene con cierta dignidad. Hoy caminando por el boulevard más engalanado de mi ciudad he sido capaz de hacer visible lo que ha permanecido oculto durante demasiado tiempo. No podré dejar de ver a la abuelita, que vende caramelos a los niños de mi barrio, ni al campesino, de piel cuarteada, que vende collares a precio de saldo.