jueves, 17 de noviembre de 2011

Los sentimientos ante una previsible o probable hecatombe

La mayoría de nuestros sentimientos no reflejan sin más los acontecimientos externos, por el contrario dependen en gran medida de nuestras ideas, de las noticias que nos difunden los medios de comunicación, de nuestros recuerdos o expectativas. Se han argüido diferentes “marcos de encuadre” para aglutinar aquello que es común, subsumiendo el conjunto de diferencias, en Occidente. Así, Popper ha propuesto al sociedad abierta, Bauman la sociedad líquida, Beck la sociedad del riesgo, Weber la sociedad racionalizada y desencantada; otros la sociedad de la información, la sociedad globalizada, la sociedad del paro, las democracias liberales… El “marco de encuadre” implica unos sentimientos que provienen de las representaciones asociadas al marco mismo, que a su vez generan estados de ánimo.
Habitualmente, la mayoría de los análisis parten de los acontecimientos externos para explicar aquella representación común y compartida más allá de la diferencias de los países, religiones, culturas o ideologías. Otra propuesta sería plantearse la comprensión de los estados de ánimo para buscar su correspondencia con una determinada representación común y compartida. La mayoría de los que habitamos en las sociedades occidentales nos hemos contagiado de un estado de ánimo propio del ocaso, de una especie de inanidad por transitar en las postrimerías de lo que nos ha mantenido durante mucho tiempo.
El estado de ánimo actual se puede caracterizar de muchas maneras, aunque una mayoría nada desdeñable se ha parapetado en la desesperanza. Spinoza definió la esperanza de la siguiente manera: “no es otra cosa que una alegría inconstante, que surge de la imagen de algo futuro o pasado, de cuyo resultado en cierta medida dudamos”. La alegría inconstante de la esperanza es un sentimiento que se cimienta en un conocimiento precario sobre la sucesión de los acontecimientos. Es precario en cuanto no podemos tener certezas y, por consiguiente, no tenemos todo el poder que desearíamos. Desde Bacon hemos comprendido que el “saber es poder” y paradójicamente en nuestras “sociedades del conocimiento” cada vez nos sentimos más atrapados. Atados a fuerzas que nos sobrepasan, nuestra desesperanza surge cuando no podemos negar que el sufrimiento es consustancial a nuestro presente, y el futuro aún será más triste.
La probabilidad o previsibilidad de una hecatombe se asienta en un determinado tipo de desesperanza. Una desesperanza que implica que hagamos lo que hagamos nuestro destino es ineludible. Así, junto al sentimiento de impotencia se une el sentimiento de que no tenemos margen de maniobra. El sentimiento de impotencia se contagia de unos a otros y como un círculo viciado socava nuestra libertad más genuina.
La libertad más genuina incluye la posibilidad de salirse del sistema. La esperanza en los límites del sistema, que nos sustenta, se ha convertido en una pasión triste. El miedo nos atenaza, haciéndonos siervos de nuestras propias construcciones. Así, un sistema que emergió para generar constantemente un estado de ánimo en la que esperanza –la posibilidad de construir nuestra propio guión de vida- era el sostén fundamental se ha travestido en estado de ánimo desesperanzado. Es lo que podríamos denominar “la paradoja de la consecuencias”, en la medida que consecuencias no previstas –diametralmente opuestas en el capitalismo- definen actualmente la esencia misma del sistema.
Quizá lo más triste es que lo que antes era previsible o probable cada vez más parece ser más cierto y seguro. Podemos plantearnos: ¿hasta que punto nuestro estado de ánimo desesperanzado influirá para cerciorarnos que es posible otro sistema?