miércoles, 9 de diciembre de 2009

LA DOTACIÓN Y EL COMPROMISO COMO IMPULSORES DEL CAPITALISMO

El psicólogo y premio Nobel de economía Daniel Kahneman afirma que “la combinación entre el optimismo y una alta autoestima es uno de los impulsores de vida más importantes del capitalismo”. El orgullo por lo que poseemos se ha teorizado como el efecto “endownent”, es decir, de dotación. “Dicho efecto nos conduce a considerar más valioso un bien A que se encuentra bajo nuestra posesión, que un bien B idéntico o parecido, que no sea nuestro”. Así, que cuando poseemos algo duplicamos su valor porque nos sentimos “propietarios”. Todos hemos observado como una mayoría nada despreciable no tiene reparos en consumir desmesuradamente los bienes públicos, mientras sus bienes privados los custodia celosamente. Del mismo modo que evitamos el dolor físico, intentamos no perder nuestras posesiones.
La traslación de esta conducta en el ámbito político nos permite plantearnos que los gestores públicos en las negociaciones, al carecer del efecto de dotación, negocien con menos fuerza y menos éxito. Ciertamente podemos apostillar que el orgullo es un sentimiento que surge de comparar nuestros logros o posesiones con los de nuestros vecinos y, por consiguiente, el reconocimiento de los que consideramos significativos puede impulsarnos a ser los mejores negociadores. En este sentido, la nobleza de un gestor público puede explicarse con su necesidad por consagrarse en un proyecto trascendente. Trascender implica ir más allá de lo dado, presuponer que nuestra conciencia no se agota en nuestra vivencia.
Otro impulsor se produce cuando nos aferramos a ideas y estrategias, pese a no ser racionales. Los científicos han denominado a este efecto como “commitment” (compromiso). Nos embelesan las personas que son fieles a sus objetivos y desafían cualquier obstáculo, pero cuando el compromiso se intensifica inevitablemente se producen desajustes. Un ejemplo de del compromiso intensificado es el empresario que invierte más y más recursos en una decisión que no ha generado ningún beneficio.
La traslación de esta conducta en el ámbito político se hace patente cuando determinados políticos se aferran a su proyecto y no se atienen a corregir sus decisiones, a pesar de las consecuencias negativas. Curiosamente, del mismo modo que nos indignan los “chaqueteros”, nos asustan los “inflexibles”.
Mientras el compromiso es un impulsor que se relaciona con el optimismo, la dotación se relaciona con la alta autoestima. Siguiendo a Kahneman podemos plantearnos que analizando los vectores del optimismo/pesimismo y de la baja/alta autoestima podríamos predecir nuestro éxito/fracaso económico en el capitalismo.
La traslación de estos dos vectores en la política nos permite comprender el liderazgo de determinados dirigentes políticos. El líder político en nombre de un ideal (optimismo) piensa que su misión consiste en subsanar nuestras desdichas (alta autoestima).
Por otra parte, un estudio ha mostrado que a las personas frías y racionales les cuesta más revisar las decisiones económicas. El argumento que subyace es que las personas racionales realizan una selección de argumentos a favor o en contra de una decisión que, una vez tomada, consideran que ha sido muy reflexionada y, por tanto, ante las dificultades, no la ponen en duda.
Lo que no sabemos es el punto exacto a partir del cual empieza a ser irracional seguir un objetivo a pesar de las dificultades. La mayoría de nuestras decisiones políticas dependen de nuestras “tripas”, es decir, de lo que consideramos deseable o intolerable para la dignidad de la existencia humana.
Un análisis exhaustivo de nuestras decisiones económicas y políticas nos mostrará que en la mayoría de las ocasiones nos basamos en nuestros sentimientos (idiosincrasia psicológica) y, por lo tanto, analizar las motivaciones psicológicas nos permitirá comprender los impulsores de los sistemas económicos y políticos. En este artículo se dilucidan la dotación y el compromiso (optimismo/autoestima), desde la conciencia que cada uno de nosotros podría proponernos otros impulsores.

viernes, 16 de octubre de 2009

LA AMBICIÓN SANA

“La economía es la ciencia de lo escaso”
Carlos Marx

Una definición de la economía que obvia los componentes emocionales en nuestras decisiones diarias se atiene a lo que lo que se ha teorizado como el “homo oeconomicus”. Así, el tipo de hombre que calcula, que se rige por la racionalidad y la obtención del propio beneficio se afanaría por acaparar lo escaso para comerciar con las necesidades de sus semejantes.
La realidad es que muchas veces nos dejamos conducir por la irracionalidad y los sentimientos más que por la racionalidad y sensatez. Así, los escándalos económicos repetitivos nos muestran que algunos no se limitan a luchar por conseguir el máximo beneficio con el intercambio de sus bienes (que tienen más valor en cuanto más escasos), por el contrario ataviados de una supuesta invulnerabilidad se alejan de la cordura. Atónitos sentimos que la ambición insaciable de unos cuantos produce distorsiones irracionales en un sistema que teóricamente se sustenta en la acción racional de sus actores. Parece que en muchas decisiones económicas nos impulsan más nuestras emociones que los asépticos cálculos racionales. Lo que nos mueve, nos empuja, nos motiva depende más de nuestra mirada (un empedrado entre lo que sentimos, lo que pensamos y lo que creemos que debemos hacer) que de una decisión objetiva que busca los medios adecuados para el fin de obtener los bienes más escasos (propio del “homo oeconomicus”). Cuando pretendemos maximizar (coste-beneficio) buscamos la eficiencia, pero las crisis muestran que “muchos costes no se justifican en nombre del beneficio al que aspirábamos”. Así, plantearse los beneficios de nuestro comportamiento económico implica entender que nuestras decisiones se fundan en valores.
Nuestros valores son los que delimitan lo intolerable de lo deseable. Uno de los valores más nucleares de un supuesto tipo puro de “homo oeconomicus” sería “el incremento constante de beneficio, al menor coste posible”. Subyace el valor que la ambición es la pasión humana que debemos enaltecer. Los teóricos del capitalismo han señalado que los vicios privados producen beneficios sociales, es decir el panadero hace el mejor pan porque quiere ganar más, no para sentirse un artesano orgulloso de su obra. Cuando lo relevante es estar en el mercado obviamos los ideales en nombre de la eficiencia. Hay valores como la justicia, el bienestar personal, la paz o la amabilidad que suelen entorpecer el progreso constante que exige toda empresa capitalista.
La ambición tiene un sentido noble que nos remite al “conatus” de Spinoza (todo ser pretende preservar en el ser) y nos permite dotarnos de una determinada identidad. Nuestra identidad viene dada tanto por lo que hemos vivido como por lo que ambicionamos en lo que nos queda por vivir. Nuestras ambiciones nos definen (queremos ser los mejores, ser aplaudidos, buenos profesionales, excelsos amantes o padres ejemplares). Por otra parte, nuestras ambiciones nos atormentan cuando dejamos de ser prudentes. Aristóteles sostuvo su edificio ético en la prudencia, en el justo medio entre dos extremos (en la tensión entre la osadía y la cobardía encontramos la valentía). Una ambición desbordada produce efectos indeseables.
Proponer una “ambición sana” presupone comprender que lo que nos hace vivir nos puede matar. En la realidad económica actual existen una cantidad nada desdeñable de personas con ambiciones insanas que ni siquiera se despeinan. Y como sostienen los teóricos del totalitarismo “para que triunfe el mal sólo hace falta que la gente de bien se muestre indiferente ante los que encumbran y disipan sus ambiciones insanas a un mayoría desvalida de la población”
De la mano de Spinoza podemos comprender que para derrocar una pasión insana tenemos que cultivar una pasión sana. A cada uno de nosotros le corresponde sentir la grandeza y los límites de sus propias ambiciones. Toca preguntarse; ¿una ambición sana es la que es capaz de ponerse límites a si misma?

jueves, 1 de octubre de 2009

LAS CARTAS MARCADAS

Patricio Martínez nació con las cartas marcadas. En su primer juego el as del amor incondicional de su madre le hacía sentirse el niño más afortunado de su decrépito barrio. Sin sentirse solo presentía que el aislamiento de la mayoría de sus congéneres era la razón principal para enrolarse en juegos suicidas.
Con la muerte de su abuela comprendió que vivir es obviar la muerte, que mientras hay juego persiste la esperanza de no ser derrotado o vencido. Su abuela perdió casi siempre porque nunca se atrevió a jugar su propio juego, siempre tiraba las cartas adecuadas para mantener la paz familiar. Con su desaparición todos se sintieron más livianos, dejaron de jugar porque comprendieron que podían perder o ganar. A nadie le gustaba perder y sabían que si uno ganaba era a costa que los otros perdieran. El precio que pagó su abuela por vivir era una permanente inquietud anímica, una especie de sensación agridulce de estar atenta a un juego que siempre tenía que acabar en tablas. Así, entendió que su gran apuesta era que el juego nunca acabará, que nadie fuese capaz de sentirse vencedor o derrotado. El juego de su abuela le enseño que jugar es la sustancia del vivir, mientras que perder o vencer es un acontecimiento.
La infancia de Patricio estuvo exenta de acontecimientos, abstrayéndose de todas las penurias económicas sentía la ilusión de aquellos que como autistas viven encerrados en su propio mundo y ajenos al discurrir de los hechos eluden los tormentos de sus congéneres. Vivía en una soledad sonora, llena de ruidos estridentes y malsonantes que como una música de fondo aderezaban su mundo mágico. Una magia sustentada en la devoción de su madre, en la conciencia que su existencia no era gratuita. Entendió que el amor tiene la gracia de hacernos únicos y especiales, mientras ser invisible nos empuja desesperadamente a la búsqueda constante de acontecimientos. Sintió que con el amor podemos ser, que no necesitamos tener buenas o malas jugadas para sentirnos vivos.
El primer acontecimiento que marcó indeleblemente su destino fue la presencia abarcadora y tiránica de su padrastro. Vladimiro, el marido de su madre, era un triunfador que acumulaba riquezas materiales a costa de su pobreza emocional. Sólo le interesaba ganar todas las partidas, el hecho de jugar le parecía un entretenimiento de holgazanes y derrotados. Patricio empezó a entender que únicamente ganando se conquistaría el respeto de Vladimiro. En realidad le importaba un bledo ganar o perder, pero el amor por su madre le hacía luchar con todas sus fuerzas para alcanzar la dignidad. Antes de la aparición de Vladimiro sentía que su dignidad no dependía de sus éxitos o fracasos, vivía ajeno al orden de los acontecimientos.
Por la fuerza de la costumbre empezó a ilusionarse con las ganancias, a sentir el vértigo del triunfador. Obvió el as de su madre y aprendió a jugar con los reyes, con unas figuras que le permitían doblegar a sus contrincantes. Competir para advertir al resto de jugadores que se fueran con cuidado, que su dignidad estribaba en no dejarse derrotar fácilmente. Como buen observador aprendió que no importa tanto las cartas que uno tiene si no el modo en que se juegan.
Vladimiro siempre le decía que la ventaja de los que han vivido en permanente lucha es que están entrenados para sortear obstáculos, que no temen adentrarse en juegos aparentemente suicidas y son capaces de retozar con las emociones de sus rivales. Patricio estudió ingeniería, aunque en realidad le gustaba la poesía. Eligió una carrera técnica porque interiorizó que el sentido de la vida era transformar, sumirse en una retahíla de acontecimientos que nos permita escaparnos del aislamiento de los que exclusivamente juegan sin preocuparse en ganar o perder.
Aprendió a jugar como un verdadero maestro. Su maestría consistía en cavilar cómo iban a jugar sus rivales. Esculcaba, con un guante de seda, todas las flaquezas de sus contrincantes para hincarles el diente en la herida más sangrante. Exploraba, con la dulzura de un psicópata adiestrado en técnicas de empatía emocional, todas las fortalezas para neutralizarlas. Su sonrisa permanente mostraba la paz de los que creen que han ganado la mayoría de las partidas.
El segundo gran acontecimiento que marcó definitivamente su destino fue su emigración. Su isla le pareció pequeña. Sabía que en su mano tenía una reina que partía de su reinado para asediar tierras ignotas. Partió para tener nuevos acontecimientos, para demostrarse que podía jugar con otros jugadores experimentados. Al llegar se cambió el nombre por Patrick, quería separarse de la mayoría de sus compatriotas, que jugaban en segunda división.
Patrick era un advenedizo para la mayoría de sus vecinos, un futuro jardinero o camarero que les serviría en un idioma exótico y atrasado. Estudio con ahínco las reglas del juego con la mirada atenta de los nativos y el desprecio huidizo de sus harapientos y menesterosos compatriotas.
Empezó a ganar, a crear la ficción que era un hombre con unas cartas barajadas por la providencia. Él sabía que su gran mérito era saber jugar. Solía decir a sus aborregados paisanos que lo más importante es estar atento para descubrir el juego de nuestros contrincantes, que esa moralina insulsa de “hacer bien las cosas” es el consuelo de los perdedores y que machacando al contrario nos llevamos todo el botín. Sostenía que el mundo es una mina que sólo los más listos son capaces de extraer sus tesoros escondidos.
Su éxito material le escocía. Ya no tenía el as del amor incondicional de su madre, ni el rey de Vladimiro que le impelía a un mundo desconocido. Ganaba la mayoría de las partidas, pero había perdido el gusto por el juego. Pensó que ya estaba harto de entender la vida como una sucesión de acontecimientos y soñó con volver a ser el niño que juega sin preocuparse por ganar o perder.
Una noche aciaga se despertó sudoroso y hambriento sintiendo que con su juego ávido de acontecimientos había aplastado a todo aquel que se le había acercado. Se sintió aislado, con la soledad hiriente de los que han vivido sin amor. Tenía las cartas marcadas como todos, pero prefirió jugar al juego que antepone los acontecimientos al hecho mismo de vivir.

lunes, 21 de septiembre de 2009

CATEGORÍAS O DIMENSIONES PARA COMPRENDERNOS.

El uso que hacemos del lenguaje para comunicarnos expresa nuestra manera de ser. Algunos sentencian como jueces, otros dudan como investigadores, otros escuchan como niños u otros se cobijan en el silencio como místicos. Nuestra manera de estar en el mundo puede destilar rabia o amor, podemos detestar a todo aquel que no se doblegue a nuestro monólogo o podemos aspirar a comprendernos a través de la mirada de nuestros interlocutores.
Muchos de los que optan por el silencio se han dado cuenta que “hablar por hablar” es un modo de huir del vacío de una existencia anodina. Han entendido que el artificio de una verborrea portentosa es el desagüe de sus incomodidades vitales y buscan en expresiones concisas el auténtico sentido de su vida. El silencio como la resaca de una retahíla de palabras vanas puede hacernos comprender la dimensionalidad intrínseca de nuestros juicios.
Los que sentencian utilizan unas categorías, que con unas fronteras inviolables diluyen la complejidad con una pasmosa autoridad. Necesitan discernir, sin atisbos, la verdad de la falsedad porque no soportan los que persisten en los claroscuros. Desde la seguridad de sus categorías viven ajenos a la inquietud de la mayoría de los que dudan y sus juicios una vez dictados son inamovibles.
Los que investigan dudan porque pretenden descubrir una regularidad que les permita predecir el orden de los acontecimientos. Utilizan categorías para clasificar, acercándose más a los que utilizan el cálculo de probabilidades que a los agoreros. Los que aman investigar siempre están dispuestos a volver a revisar sus juicios.
Los que escuchan aceptan la dimensionalidad de cualquier juicio porque sin prejuicios se dejan empapar por “el decir del otro”. Al escuchar se licuan las fronteras entre lo blanco y lo negro, entre los que saben y los ignorantes, entre los que pretenden salvar el mundo y los que quieren ser protegidos o entre los que creen tener razón y los que sólo tienen razones.
Tenemos la tendencia natural a juntar en grupos cosas diferentes, y parece que nos damos cuenta cuando algún objeto está fuera de su sitio. Cada cultura tiene sus propias categorías y, por consiguiente, la consistencia interna de las mismas es arbitraria. La consistencia interna proviene de una definición de atributos que nos permiten clasificar los miembros de los no-miembros. Tenemos el ejemplo cuando intentan colocarnos una categoría de raza en nuestras visitas a Estados Unidos: podemos ser tanto latinos, como blancos…, es decir, la definición de los atributos nos sitúa en una categoría u otra. En las categorías más abstractas como el bien o el mal, la libertad o la esclavitud todavía tenemos más dificultades para trazar los límites. Cuando conocemos alguien inconscientemente lo agrupamos en una categoría: es libre o es esclavo, es bueno o es malo. En la medida que vamos profundizando más en la relación vemos que los límites de nuestras categorías se difuminan y sostenemos sin rubor que el libre no es tan libre y que el esclavo no es tan esclavo. Al pensar comprendemos que los atributos que manteníamos con firmeza pierden su poder explicativo y optamos por posiciones más dimensionales; “tengo o tienen algo de bueno y de malos, de libres y de esclavos”.
Escribió el periodista Ryszard Kapuscinski que “si de entre las muchas verdades eliges una sola y la sigues ciegamente, ella se convertirá en falsedad, y tú en un fanático”. Así, aunque necesitamos de las categorías tenemos que tener el valor de cambiarlas para no convertirnos en unos fanáticos. Decía Nietzsche que al “hablar redondeamos”, es decir, obviamos los decimales, los matices que enturbian nuestra percepción clara y distinta.

domingo, 13 de septiembre de 2009

LA ILUSIÓN POR LA INDEPENDENCIA

Tocqueville en su “Democracia” entiende que en el “hombre democrático actúan incesantemente dos pasiones opuestas; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres”. Parece que estás dos inclinaciones contradictorias nos definen y nuestro único consuelo es elegir a las personas que nos tutelan (los que nos conducen adquieren la autoridad para gestionar gran parte de nuestras libertades individuales).
Ufanos por vivir en un sistema democrático nos apenamos por aquellos que viven en sistemas totalitarios. Pensamos que un sistema totalitario erradica las libertades individuales en nombre de una supuesta ideología redentora y nuestra supuesta paz nos posterga en una plácida superioridad moral. No cabe duda que el poder tiránico desprecia a sus súbditos al comprenderlos como “objetos”, con la única la utilidad de servir como una pieza más de un engranaje que responde a los designios de unos dignatarios sin dignidad. Así, sentimos que nuestro sistema democrático al tratarnos como “sujetos” atiende a nuestro deseo de permanecer libres, pero al no poder dejar de sentir el vértigo por nuestra independencia exigimos a nuestros dirigentes que nos aseguren nuestro futuro.
Permanecer libres implica la posibilidad de decidir, de escoger nuestro propio modo de vida entre distintas opciones. Así la pluralidad es un prerrequisito que a primera vista parece antitético al pensamiento único. En el trasfondo de la globalización económica se produce una homogeneización de valores que permite una nueva tiranía dulce y dúctil. Parece que acostumbrados a estar excesivamente protegidos se desvanecen nuestras ilusiones por la independencia personal. Nos doblegamos en nombre de una supuesta comodidad material que adormece nuestro espíritu.
El descontento generalizado es la espoleta que nos impele a buscar nuevas alternativas, a comprender que nuestra independencia personal se difumina en los innumerables esfuerzos diarios para sobrevivir en una sociedad que nos exige una inquieta actividad. Mientras la inquieta actividad en las sociedades democráticas implica un movimiento aparente, la auténtica independencia personal exige “un individuo que no permanece encerrado en el círculo de su tesis, que no teme poner en duda sus iniciales afirmaciones y es capaz de perder de vista las referencias que había fijado”. La independencia personal exige entrecomillar nuestra herencia, nos permite sentir que no decide el destino, si no el carácter.
Nos podemos preguntar: ¿no cabría pensar que la libertad no es más que una ilusión: la ilusión por la independencia? Una respuesta perspicaz sería entender que somos libres de escoger nuestras propias esclavitudes, que condenados a vivir enjaulados escogemos la jaula que se adecua a nuestro carácter. Realmente no podemos escapar de nuestras propias ilusiones y dependencias. El peligro en las sociedades democráticas es que la libertad desaparezca bajo el poder social, que nuestras dependencias destrocen nuestras ilusiones.
La propuesta es que sólo el deseo de conocer puede afrontar el riesgo de que el pensamiento se petrifique en sistema, o, formulado de otra manera, que sólo en el riesgo podemos encontrar recursos contra los riesgos que esconden el pensamiento o la libertad. Es obvio que en la propuesta subyace la idea que sin la inquietud del pensamiento no podremos alcanzar nuestra independencia personal.
La mayoría de las ideologías redentoras se asientan en una teoría del progreso y en nombre de la certeza de unas creencias inquebrantables nos exigen sacrificar nuestra autonomía. Una auténtica independencia personal exige tener conciencia de la ambivalencia de cualquier innovación, de la imposibilidad de encontrar la solución definitiva. ¿No cabría pensar que la ilusión por la independencia es lo que realmente nos puede definir como parcialmente libres? Quizá el miedo con sutileza y persistencia lacera desde nuestra tierna infancia el instinto por la independencia personal.

sábado, 22 de agosto de 2009

poesías

TRASCENDENCIA

Olvido el momento cuando te leo
Saboreo tu argumento cuando te comprendo
Presiento lo utópico cuando te amo
Siento lo quimérico cuando te acompaño
Anhelo lo trascendente cuando me muero

NUESTRAS PALABRAS

Con tus palabras puedo volar
presentir el vértigo de tu consistencia.
Con mis palabras puedo viajar
olvidarme de tu ausencia.
Con nuestras palabras podemos amar
comprendernos en nuestra esencia.

martes, 21 de julio de 2009

UNA APROXIMACIÓN A LOS PERFILES DE LA MENTE DEL SIGLO XXI

La formación de nuestra mente es producto de una interacción constante entre nuestro temperamento y los estímulos del medio en el que nos desenvolvemos. Una pregunta radical es plantearse; ¿Por qué miramos de una determinada manera? Cada uno de nosotros sería capaz de proponer una retahíla de respuestas, pero la mayoría apostaríamos por dos grandes categorías: “lo que somos” y “lo que nos exige nuestro entorno”. Las fronteras entre las dos categorías son difusas, pues parece que a menudo “tragamos sin masticar”. Al masticar lo que la sociedad nos ofrece o impone creamos las condiciones adecuadas para apuntalar una identidad lograda.
Para masticar nuestro presente no podemos olvidar nuestra historia (estaríamos condenados a repetirla) ni nuestro futuro (que nos permite salvarnos de la tiranía de la inmediatez). Nuestra historia nos confiere una determinada identidad y nos hace ser “lo que somos”, mientras el futuro se construye con “lo que hacemos”. En la mayoría de las ocasiones hacemos lo que nos permiten hacer, sólo a veces mudamos nuestro talante reactivo por una revolucionaria actitud proactiva.
Nuestro pasado se convierte en historia cuando le damos una determinada forma en nuestro presente. La comprensión de nuestro pasado nos permite envestirnos de razones para actuar: podemos suponer que nuestro presente es la culminación de una supuesta dinámica que emana de nuestro origen o podemos pensar que estamos condenados a repetirnos. Así, el pasado nos proporciona razones para actuar, pero los motivos (lo que nos mueve) brotan de nuestros proyectos (de las utopías que nos alimentan). Así, los perfiles de la mente del siglo XXI se dibujarán en base a las utopías que sostienen a nuestro presente.
Cada uno de nosotros puede deshilachar el ovillo desde aquellas hebras que le causen una especial desazón. Me voy a focalizar en una hebra que creo que determinará nuestro futuro: el pensar está obsoleto y magnificamos sólo aquello que nos divierte. Entiendo que el sufrimiento es una rémora que nos paraliza, mientras el esfuerzo nos permite luchar por aquello que ansiamos (nuestras utopías). Los neurobiólogos nos dicen que “comprender” algo, ya sea en la ciencia o en la literatura, suele desarrollarse a partir del momento de “¡Ajá¡”, al hacer una conexión. Divertirse, en cambio, suele basarse en lo contrario, en disolver conexiones (uno se “deja ir”, consiste en separar el sentido del yo de una identidad particular, a favor del abandono a la cruda experiencia sensorial). No cabe duda que sea muy sano disolver conexiones, pero ¿qué pasará cuando no tengamos ninguna conexión que disolver?
Otra hebra que definirá los perfiles de nuestra mente es la “intimidad”. La vida privada era un concepto claro y poco ambiguo hasta el final del siglo XX porque no existía una tecnología capaz de desafiar nuestra intimidad a escala masiva y sistemática. En la actualidad se está perdiendo el sentido de dónde terminamos nosotros y dónde empieza el mundo exterior. Así, las tecnologías de la información permiten la mezcla del cibermundo con la realidad, rompiendo la dicotomía que había trascendido en todas las culturas humanas: “lo real contra lo irreal”.
Otra hebra es la dicotomía entre “lo viejo contra lo joven”. Aquí la novísima biotecnología nos augura innumerables purasangres troyanos para atajar nuestra intrínseca temporalidad. La bioética no puede dejar de plantearse la utopía de unas “generaciones homogéneas”.
Otra hebra incipiente y asombrosa es la nanotecnología. Sus vastas implicaciones son imprevisibles, afectará a todos los aspectos de la vida, desde la conservación de energía, el control social o los cuidados médicos. Todos sus avances permitirán superar la dicotomía del “yo contra el mundo exterior”.
He señalado tres hebras: mezcla del cibermundo con la realidad, la homogeneización de generaciones y la mezcla del cuerpo con el exterior en base a tres potentes tecnologías que definen nuestro entorno (tecnologías de la información, biotecnología y nanotecnología). Así, que en el trasfondo subyace la pretensión de poderlas masticar para no atragantarnos.
Por otra parte, creo que las hebras con carácter más social (aparentemente menos neutras) y personal que las tecnologías señaladas, como la “globalización”, la “conciencia ecológica”, la “educación”, la “espiritualidad” o la “conciencia colectiva” serán las que determinaran nuestra identidad. La gran dificultad de estás hebras es su calado ideológico y la dificultad de dilucidar las fronteras entre el “ser” y el “deber ser”.

sábado, 4 de julio de 2009

LA CIENCIA DE LA CIUDADANÍA: MÁS ALLÁ DE LA COSTODIA DE LOS SUPUESTOS EXPERTOS

En Atenas se introdujo una división tripartita del trabajo social, así algunos problemas debían ser debatidos en público, otros decididos en privado y otros delegados a expertos. Hoy las fronteras entre los tres ámbitos parecen difusas, mientras lo público se equipara a lo político (“basado en intereses”), lo privado a la conciencia y conducta personal (“decisiones basadas en mis valores”), y los “expertos” aparecen (con su “jerga profesoral”) para aleccionarnos sobre lo que “deberíamos hacer”. El mandato de la ilustración que nos empujaba a la “mayoría de edad” presupone que podemos tomar nuestras propias decisiones, que no podemos seguir a un puñado de visionarios que se creen portadores de unas soluciones mágicas en base a sus conocimientos técnicos. ¿Por qué nos abstenemos de pensar y dejamos que los “expertos” piensen por nosotros?
El experto griego era un como un investigador contratado por “obra y servicio” que satisfacía a su cliente (independientemente de sus fines). En nombre de la complejidad actual, algunos expertos se erigen en portadores de fines (del “deber ser”) y más allá de técnicos se atreven a discernir sobre aquellos temas que exclusivamente se atienen a nuestra autonomía como ciudadanos. En las polis griegas los clientes y ciudadanos tenían poder para actuar con autoridad como controles externos. Por el contrario, los expertos de nuestras sociedades hablan con autoridad, pero sin el control de la ciudadanía. Los ciudadanos actuales ocupados y preocupados por su subsistencia material carecen del tiempo libre que tenía todo ciudadano griego (¡hay que tener en cuenta que eran pocos los ciudadanos¡) para dedicarse a la ciencia y la política. Nos podemos plantear otra pregunta ¿estamos sujetos a la acción política de unos expertos profesionales, sin poder ser agentes de nuestra propia autonomía?
A los sofistas (que cobraban por su capacidad de hacer que su sabiduría proporcionase éxito a sus clientes) Platón los tildó de “retóricos”, mientras laureaba a su maestro Sócrates porque buscaba exclusivamente la verdad. En el desacuerdo de Sócrates con los sofistas subyacen dos tipos de creencias: la existencia de una verdad universal (¡que la mayoría desconoce!) y una pluralidad de verdades que se construyen en nuestra interacción social (al carecer de base ontológica, podemos acogernos aquellas que nos sean más útiles). Sí apuramos el escepticismo sofista llegaremos al nihilismo, mientras un intelectualismo moral intransigente nos proporciona el fundamentalismo. Entre el nihilismo y el fundamentalismo hay una posición que atiende a responsabilizarnos de nuestras propias decisiones. Cualquier decisión requiere al menos de dos opciones; la manida frase “es lo que hay” es una argucia que muchos supuestos expertos arguyen para convertirse en líderes de un rebaño obediente.
El experto decente es el que nos presenta opciones, que no camufla la complejidad con una supuesta simplicidad genial. A menudo nos oponemos a un “solución científica” porque sentimos que nuestra experiencia personal y nuestra capacidad de emitir juicios independientes no se ha tomado en consideración. Algunos experimentos como la “democracia deliberativa” o “conferencia de consenso” en un principio tenían como objetivo el delegar poder en las comunidades locales sobre asuntos o materias que les concernían directamente (planificaciones urbanísticas, gestión de residuos…) y demostrar que el público no experto podía tomar decisiones políticas. Hoy, las comunidades virtuales son foros que permiten esbozar una “democracia deliberativa”. La llamada “sociedad en red” puede ser un nuevo modo de extender la idiotez o de ir creando una “conferencia de consenso” para dar voz a nuestros valores.
Cuando los expertos nos asestan su consabida defensa “es un tema complejo” tenemos que ser capaces de pedirles explicaciones. Cuando nos atrevemos a plantear preguntas nucleares, a no aceptar que sólo hay una única opción podemos asumir la responsabilidad de nuestras propias decisiones. Decidir no es fácil, es más cómodo pensar que somos un mero engranaje de un sistema que nos supera. Al final, parece que la responsabilidad nos abruma.

lunes, 22 de junio de 2009

poesias

EL FUTURO

Llega un tiempo que el futuro escasea,
sin los recuerdos de nuestra historia.
Llega un tiempo que somos un tiesto,
sin flores ni ornamento.
Al final, llega un espacio angosto,
sin luz y tenebroso.
Anestesiados con el bisturí del silencio,
nos somos capaces de otear la infinitud del oceáno.
Vilipendiados por las sucesivas miradas,
anhelamos nuestras infantiles risas.
Volvemos a renacer con un nuevo hálito,
con la conciencia de nuevo alumbramiento.

LA PASIÓN

La tormenta de la pasión me arrastra.
Su fuerza devastadora me trasvierte en una ameba desvalida y triste.
Una apariencia engañosa,una meta ponzoñosa y falsa.
Una ficción certera de los límites de mi vida.
La brisa de la pasión me acongoja.
La reconfortante luz matutina me reconforta

UNA QUE SABÍA SENTIR Y ESCRIBIR

La araucacia es de intimidades fáciles, poco exigente. Tal vez sea ese árbol decidido y firme que mira más allá de lo visible. Su afición por lo insólito es indudable. Cobijados con su sombra comprendemos que sin misterio la vida no merece vivirse y, por tanto, no dudamos que una gran cantidad de hechos fantásticos vengan a ser ciertos.

jueves, 18 de junio de 2009

LA INTUICIÓN PARA LOS NUEVOS PARADIGMAS

Shakespeare en su obra “La tempestad” nos ofrece la idea que el optimismo fundamentado en la realidad es el único camino hacia un mundo feliz. Mientras la razón se asocia al orden y al procesamiento analítico, la intuición se asocia al caos y al procesamiento holístico. El intuitivo es un optimista que no pierde el contacto con la realidad. Si la esquizofrenia se define como “mente dividida”, el intuitivo tiene la mente en el mundo y además es capaz de encontrar relaciones inéditas para la mayoría (tiene una cierta capacidad para la ubicuidad). Relaciones insospechadas, pero latentes, con fuerza para explicitar lo implícito. Nietzsche definió al intuitivo como un “hombre póstumo”, porque va más allá de la interpretación vigente de lo dado y desvela el futuro.
Todos solemos entender que la intuición se relaciona con la creatividad. Los creativos tienen una manera de acercarse al mundo que les permite percibir formas nuevas, generalmente más originales, pero también les hace más vulnerables al rechazo y a los cambios de humor. La intuición juega un papel fundamental en las tareas creativas: mientras el orden (auspiciado por la razón) limita las posibilidades, la intuición (auspiciada por la imaginación) perfora los límites de cualquier sistema cerrado.
La imaginación nos conduce ir más allá de lo evidente. Se trata de volver a mirar, de hacer una segunda, tercera o cuarta mirada. La reflexión es una lectura atenta, mientras imaginación requiere una decisión. La intuición se vincula con la acción de la misma manera que la reflexión con la observación. El que reflexiona intenta desvelar todas las aristas, el que intuye apuesta por una determinada arista.
La información que tenemos sobre los problemas que se nos plantean siempre es imperfecta. Si tuviéramos una información perfecta sobre una determinada situación, pensar sería innecesario. Así, desde una perspectiva constructivista “vemos lo que queremos ver”. Tenemos que cambiar nuestra “mirada” si queremos encontrar ideas intuitivas.
La información es necesaria porque un pintor que en su paleta tiene muchos colores conseguirá una pintura más rica. Todos sabemos que por mucha técnica que aprendamos y colores que tengamos sin la intuición de Picasso haremos cuadros anodinos. Los creativos son portadores de una hipótesis con visión. Una hipótesis con visión es la creación de un concepto nuevo que abre una nueva ventana a través de la cual podemos observar el mundo que nos rodea y obtener información útil. Nos ofrece una brújula para orientarnos dónde mirar y qué buscar. La misma búsqueda de información es un proceso creativo, mientras plantearse buenas preguntas es la forma más adecuada para obtener buenas respuestas.
Aceptar las reglas de juego y conformarse a ellas suele entenderse como el primer requisito para triunfar en un determinado sistema. En cualquier organización los que cumplen su función son aceptados y respetados, por otra parte, los que se rebelan, los que tienen el coraje y la energía para defender sus propios puntos de vista suelen molestar.
La intuición es un regalo que no siempre se produce, la gracia estriba en aprovecharlo cuando surge, pero no podemos dejar de insistir en esforzarnos por ser creativos. Si queremos ser intuitivos tenemos que ser provocativos. La santificación de lo dado produce estabilidad, pero una situación inestable nos puede hacer avanzar hacia una nueva idea.
Se apuesta por otro camino y se explora hasta sus últimos recovecos. El concepto de paradigma (Khun) se basa en una intuición de gran calado que una comunidad acepta para mirar de una determinada manera la realidad. Para que una intuición de gran calado funcione se requieren una cantidad ingente de pequeñas intuiciones que van mimando poco a poco el paradigma vigente.

sábado, 30 de mayo de 2009

Democracia social y democracia política.

El liberal aristocrático y conservador Tocqueville ha pasado a la historia como el gran analista de la democracia. Pienso que su investigación es original porque entiende que “providencialmente” las sociedades modernas se definen por la democracia social y, a su vez, que la democracia política es el sistema de gobierno adecuado para formar sociedades modernas que permitan la libertad individual.
En su correspondencia de junio de 1831, tras pocos días de estancia en Estados Unidos, en una carta dirigida a su amigo Louis de Kergolay dibuja los primeros trazos de la democracia.
• Nos encaminamos hacia una democracia sin límites y con una fuerza irresistible.
• La clase alta tiende a disolverse en la media y ésta a hacerse inmensa e imponer la igualdad a todos.
• Un gobierno puede creer regular la democracia, pero no puede detenerla.
Su primera hipótesis es que la democracia es ineludible, una “realidad providencial” del mundo moderno. A mediados de la década de 1830 considera que la democracia es una inmensa revolución social que engendra un “nuevo mundo”. La democracia es una manière de être, un orden social definido por la igualdad.
En la “Démocratie” de 1835 distingue entre democracia y soberanía del pueblo: la democracia es la manera fundamental de ser de la sociedad estadounidense y la soberanía del pueblo es su forma de gobierno. El concepto de democracia combina ambos aspectos: una situación social (egalité) y una forma de gobierno: la democracia es la idea teórica y la soberanía del pueblo la realización práctica.
En la teoría democrática se arbitran tres conceptos fundamentales.
• Igualdad.
• Participación.
• Idea de control.
El concepto genérico de democracia incluye la democracia social (igualdad) y la democracia política (participación). La democracia social, una sociedad igualitaria, es una realidad histórica “providencial”, mientas la democracia política, el sistema de gobierno participativo, es una decisión libre de los ciudadanos.


Respecto a la idea de control muestra una actitud ambivalente:
• La extensión del poder de la mayoría que tiende a controlarlo todo puede impedir la libertad individual.
• El equilibrio de los distintos poderes sociales y políticos presupone la idea de control.
En sus borradores identifica la democracia con la classe moyenne, la clase democrática por excelencia, pero su padre, el conde Hervé, le apostilla que el gobierno de la clase media no es en el fondo más que una aristocracia pequeña a gran escala. Finalmente, atendiendo a las ideas del conde Hervé define la democracia política como el gobierno del peuple (que incluye a todas las clases sociales).
Su objetivo no se limitaba a definir la democracia política, pretendía reconocer su principio básico. Cuando investiga la sociedad estadounidense descubre que el principio básico de la democracia política es un “interés bien entendido” y, a su vez, entiende que es propio de las sociedades en que le mouvement social condiciona los moeurs de sus individuos. Mientras que la virtud se atiene a unas convicciones morales, a unas normas de conducta preestablecidas, el “interés bien entendido” responde a una interacción constante del individuo con su contexto social y político. La democracia política, en una sociedad sin distinciones aristocráticas, se fundamenta en el constante movimiento social que se produce cuando los individuos son conscientes que pueden modificar su posición social.

La democracia política no es simplemente el reconocimiento y la legalización de unos derechos políticos e individuales.
“No hay grandes hombres sin virtud, ni grandes pueblos sin respeto a los derechos.”
En una democracia política se respetan los derechos políticos e individuales porque los individuos sienten que su bienestar e independencia individual depende de la inviolabilidad de unos derechos fundamentales. Observa como en la sociedad estadounidense todos sus ciudadanos reconocen y aceptan el derecho a la propiedad porque todos tienen algún bien particular que defender: “uno no ataca los derechos del otro para que los suyos no sean violados”.
La democracia política reconoce los derechos políticos porque la libertad individual de los ciudadanos depende de que éstos no se queden aislados y, por lo tanto, participen en las decisiones políticas.
Estados Unidos, a diferencia de la vieja Europa, obtuvo sus derechos políticos “en una época en la que le era difícil hacer mal uso de ellos, dado el corto número y la sencillez de las costumbres de sus ciudadanos”. Comparativamente piensa que sí en Europa, que vive sobre las ruinas de la aristocracia, se conceden derechos políticos a la mayoría de los individuos puede producirse una crisis muy peligrosa por dos razones fundamentales:
• Los europeos durante mucho tiempo se han visto privados de derechos.
• La mayoría de los ciudadanos europeos actúan en base a unos “hábitos del corazón” que no les impele a su independencia individual.
Para entender su ambivalencia con respecto a los efectos de la democracia para la libertad individual debemos analizar cómo se define a sí mismo.
• Tengo un “goût a tête” por las instituciones democráticas.
• Soy aristócrata por instinto.
Ama con pasión la libertad, la legalidad y el respeto a los derechos, pero no la democracia. Su mirada aristocrática es patente en cuanto entiende que en el Antiguo Régimen existía un sistema de autogestión local fundado sobre la prestación de servicios. Considera que el poder, en el Antiguo Régimen, estaba legitimado: las clases altas y bajas interiorizaban sus respectivas ubicaciones sociales. Siente nostalgia por la desaparición de las sociedades aristocráticas y pretende que las sociedades democráticas acojan en su seno algunos valores aristocráticos —la independencia personal, el gusto por la excelencia humana y el respeto mutuo— que él considera primordiales.
Tiene un “goût a tête” por las instituciones democráticas porque permiten articular la libertad individual en las sociedades modernas. Gran parte de su reflexión se detiene en la “teoría de la representación” porque considera que se ha desarrollado con la democracia política estadounidense con la finalidad de articular las libertades individuales en el poder político. En la “teoría de la representación” concurren dos corrientes fundamentales.
• La radical, que exige tener en cuenta los puntos de vista de cada uno de los afectados.
• La conservadora, que sostiene que no es necesario tomar en cuenta el punto de vista de cada uno de los potencialmente afectados.
Considera que la corriente conservadora es la más adecuada para el progreso de la democracia política. En su obra analiza las tres maneras en que en una democracia política se pueden representar los intereses de los individuos.
• Partidos
• Asociaciones
• Prensa
En la Démocratie de 1835 afirma que los partidos “son un mal inherente a los gobiernos libres”. Comparte la crítica del sistema de partidos políticos con Madison, quien entiende que los partidos son versiones institucionalizadas de las facciones que se han desligado de la sociedad civil. Una facción, para Madison, es un número de ciudadanos, estén en mayoría o minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, por intereses adversos a los demás ciudadanos o a los de la comunidad considerada en su conjunto. El “Federalista” justifica la representación en cuanto que una democracia directa no tiene sentido en una sociedad dividida en facciones, lo cual explica que el mejor sistema político para estas sociedades sea la república, un gobierno en que tiene efecto el sistema de representación. La república delega la facultad de gobierno en un pequeño número de ciudadanos, elegidos por el resto, y con ello logra el gobierno de un mayor número de ciudadanos sobre una más amplia extensión territorial. Madison defiende la Constitución Federal.
Para Madison el sistema representativo es una primera opción que tamiza y esclarece la opinión de los ciudadanos. A partir de los intereses contrapuestos de deudores y acreedores, considera que la mejor opción es dar poder a los dos e impedir que uno pueda someter al otro. El “Federalista X” ahonda en las posibilidades de evitar los males de los partidos, proponiendo dos posibilidades.
• Suprimiendo sus causas: desde esta opción es peor el remedio que la enfermedad. La libertad es esencial para la vida política.
• Reprimiendo sus efectos: se parte de la idea que el espíritu de facción no puede suprimirse. Esta es la posibilidad por la que optan los federalistas.
De la misma manera que los federalistas, piensa que la existencia de diferentes facciones es imprescindible en una democracia política. La democracia política es una sucesión de desavenencias toleradas entre las distintas facciones (su concepción de asociación se corresponde a la de facción de Madison). Repudia, como la mayoría de sus contemporáneos, los partidos políticos, pero en ningún momento duda en su importancia para el desarrollo de la democracia política.
En Estados Unidos los legistas corrigen los efectos perniciosos de los partidos políticos y aristocratizan la democracia.
En los legistas se ocultan gran parte de los gustos y deseos de la aristocracia, siendo el más recurrente la inclinación por el orden. Los hombres de leyes son más afines al poder ejecutivo que al pueblo.
Los legistas aman el gobierno de la democracia, pero no comparten sus tendencias. Son un puente de unión entre la democracia y la aristocracia: pertenecen al pueblo por interés y nacimiento, y a la aristocracia por sus hábitos e inclinaciones. Los legistas franceses, a diferencia de los estadounidenses, no poseen los hábitos e inclinaciones adecuados para servir de lazo natural entre la aristocracia y la democracia.
“El legista inglés o americano busca apoyo en lo que se ha hecho antes de él; el legista francés en lo que sería conveniente hacer; el uno quiere sentencias, el otro razones.”
En Estados Unidos no solo los legistas son una clase política superior, si no también la más intelectual de las clases sociales. La “judicialización de la política” permite recuperar ciertos rasgos aristocráticos (garantizar del orden y juzgar los hechos reales).
La extensión del jurado popular en el sistema judicial estadounidense es la consecuencia directa y extrema del dogma de la soberanía del pueblo. El jurado popular educa al pueblo porque obliga a que los individuos participen en los asuntos comunitarios y permite socavar el individualismo abstencionista de las democracias sociales.
Este análisis de la democracia política estadounidense tiene el propósito de ser útil para crear un régimen de libertades individuales en Francia. Por ello analiza los dos escenarios que puede producir la democracia.
• La democracia daña el arte de gobernar (no solo a la ciencia administrativa), arrastrando a las sociedades al despotismo.
• La democracia en una sociedad muy civilizada y sabia es beneficiosa para el progreso político y social.
Se atiene a la segunda propuesta, planteándose los beneficios de la democracia política para el progreso político y social de su país. El primer requisito en una sociedad liberal es la libertad intelectual y política. A pesar que teóricamente postula que la libertad intelectual es imprescindible en las sociedades modernas, observa empíricamente que la sociedad estadounidense, con una libertad intelectual restringida, es liberal. No aclara la discordancia entre su postulado teórico y el análisis de la sociedad estadounidense, y en la Démocratie de 1840 todavía persisten las dudas acerca de la manera exacta como la democracia afecta al desarrollo intelectual. En ciertos pasajes parece prever que con instituciones democráticas se puede llegar a un florecimiento cultural único, aunque, en general, se muestra pesimista y predice un extendido estancamiento intelectual. Le asusta la carencia de libertad intelectual en la sociedad estadounidense, pero reconoce que ha sabido dotarse de unos instrumentos útiles para crear un régimen de libertades. Su país podría emular del estadounidense lo siguiente:
• Separar la religión del poder político para superar el materialismo propio de las democracias sociales.
• Fomentar las asociaciones las facciones descritas por Madison para formar una sociedad plural en la cuál los individuos se sientan representados.
Su gran aportación a la ciencia política es entender que la libertad individual en las sociedades modernas exige de la ciencia asociativa.
Sin una decidida acción social y política a favor de las asociaciones los individuos, apertrechados en su afán por su bienestar económico, no se dedican más que a sus asuntos privados. Si bien su análisis insiste en la ciencia asociativa, reconoce que es imprescindible la libertad de prensa.
La razón de ser de una democracia política es corregir el individualismo abstencionista que deriva de la democracia social para que los ciudadanos participen y se impliquen en los asuntos públicos.
“Si los ciudadanos continúan aislándose cada vez más estrechamente en el círculo de los pequeños intereses domésticos y agitándose en él sin descanso, es de prever que acabarán por hacerse inaccesibles a esas grandes pasiones y poderosas emociones públicas que turban a los pueblos, pero que los alimentan y los renuevan.”
Su apuesta por la democracia es arriesgada porque piensa que los defectos de la democracia y de la libertad se ven inmediatamente, mientras que sus virtudes se manifiestan a la larga.
“Sus defectos [de la democracia] resaltan inmediatamente, pero sus cualidades sólo a la larga se descubren.”
Las leyes de la democracia tienden al interés de la mayoría, mientras que las de la aristocracia se dirigen al interés de la minoría poseedora del poder y la riqueza. El gobierno democrático tiene que tener en cuenta los intereses de la mayoría.
Finalmente es un demócrata por su ideología liberal: la libertad individual es posible en las democracias sociales cuando los ciudadanos participan en las instituciones sociales y políticas de su nación.

martes, 19 de mayo de 2009

La vivencia de la crisis: una dificultad o un problema

LA VIVENCIA DE LA CRISIS: UNA DIFICULTAD O UN PROBLEMA


Del mismo modo que somos hijos de nuestro tiempo, tenemos la capacidad de recrear el pasado e imaginar el futuro. La vivencia se agota cuando se fuga el instante. Una vez hemos vivido no podemos más que recordar; nuestra identidad está formada por la huellas, conscientes o inconscientes, de nuestras vivencias. Mientras el pasado nos determina, el futuro nos define. Nuestro estilo de afrontar los acontecimientos depende de nuestra “mirada” y nuestras “expectativas”. Kant nos legó que la conciencia “que las condiciones del conocimiento no las determina el objeto, si no el sujeto cognoscente”, abriendo la veda a plantearnos que nuestras alegrías y tristezas depende más de cómo sentimos e interpretamos el mundo que lo que el mundo realmente es. Así, como el dolor agudo engendra respuestas emocionales de miedo y rabia, el dolor crónico es más probable que provoque desesperación y desesperanza. Mientras en el dolor agudo actuamos conectados con nuestra pertenencia biológica, en el dolor crónico (fundamentalmente en el ámbito psicológico) deviene de nuestra “mirada” y “expectativas”. La vivencia de una crisis no puede dejar de causarnos un dolor agudo (miedo por un futuro ennegrecido o rabia por los que nos han conducido a la crisis), pero nuestra “mirada” (conformada con nuestras vivencias del pasado) o “expectativas” (que se alimentan de nuestros proyectos) son las que definen la identidad de la crisis.
Pueden plantearse muchas hojas de rutas, caminos para atajar el dolor agudo. Una hoja de ruta posible es la diferencia entre dificultades y problemas: ¿en la crisis actual nos encontramos ante una dificultad o ante un problema? Sí las dificultades que han ido surgiendo en nuestras sucesivas vivencias no se afrontan acaban convirtiéndose en problemas (un problema es una dificultad no resuelta). Una crisis puede suponer una acumulación de dificultades mal resueltas que desembocan en un problema. No me refiero a los problemas matemáticos que son conocimientos analíticos (las conclusiones devienen necesariamente de las premisas), y exclusivamente hay un deducción verdadera. Me refiero a los problemas que no tienen una única respuesta, que se refieren a valores. Nuestra “mirada” se asienta en valores, en decisiones sobre lo que consideramos la “buena vida o mala vida”.
La gran utilidad de una crisis es que nos puede ayudar a plantearnos el gran problema de la existencia humana: ¿Qué somos (nuestra “mirada”) y qué queremos ser (nuestras “expectativas”)? Realmente sí buscamos soluciones a las dificultades que se han generado no hacemos más que asumir nuestro dolor crónico. En la medida que seamos capaces de escoger los valores que nos definen y a los que aspiramos podremos entender al poeta que afirma “allí dónde se encuentra el peligro está la solución”. La mayoría hemos aceptado los valores que nos han legado, algunos se han atrevido a proponernos otros en nombre de la razón o la fe, otros los han obviado en necesidad de perpetuar su poder y ninguno hemos podido dejar de sentir que en alguna vivencia hemos traicionado nuestra “mirada”. ¿Somos conscientes de nuestra mirada?, ¿Por qué en algunas vivencias primordiales nuestra “mirada” siente un dolor crónico?, ¿Qué expectativas tenemos?
Podemos entender que la crisis es un problema y que las innumerables dificultades, que hemos obviado, nos han permitido tener otro nivel de “conciencia” (una nueva “mirada” y unas “nuevas expectativas”). A través del diálogo, de la creación de unos sentimientos y unos conocimientos compartidos podremos crear un “nuevo lenguaje” (Wittgeinstein afirma que “crear un nuevo lenguaje es inventar una nueva forma de vida”).
La vivencia es fugitiva,
la indecisión eterna.
El silencio nos aterra,
el ruido nos acongoja.
La experiencia es subjetiva,
el conocimiento es precario.
Somos mero transito,
materia del espacio y el tiempo.

viernes, 10 de abril de 2009

LAS HISTORIAS QUE NOS CREEMOS SOBRE LA CRISIS

“El hombre es una animal suspendido en redes de significado que él mismo ha tejido, considero que la cultura consiste en esas redes, y su análisis, por tanto, no ha de ser una ciencia experimental en busca de leyes, sino un estudio interpretativo en busca de significados” Max Weber
Muchos de los que se han tomado en serio los asuntos humanos se han afanado por señalar aquello que nos diferencia del resto de los animales. Unos afirman que somos un mono con suerte (buena o mala), otros que somos capaces de reflexionar más allá de las necesidades instintivas, otros que somos conscientes de nuestra propia finitud u otros que formamos sociedades complejas. Cualquier hipótesis que nos planteemos no podrá establecer un abismo crítico entre los seres humanos y los animales, más bien nos contentaremos con señalar que es cuestión de grado más que de clase.
Propongo la hipótesis que nuestra unicidad reside en que somos los seres más sofisticados para contarnos historias y creérnoslas. Como animales crédulos buscamos el sentido a todo aquello que nos acontece. Cuando sentimos que nuestras historias flaquean solemos tildar nuestro tiempo como crítico.
Las crisis nos muestran el lado sombrío de nuestro relato y por un momento nos olvidamos de nuestra gran facilidad para pasar por alto los aspectos desapacibles de nuestro confortable cuento. Nuestra estructura narrativa nos posibilita comprender que siempre tienen existir protagonistas, agentes con responsabilidad sobre el devenir de los acontecimientos.
Las crisis se producen cuando nos hemos percatado que somos unas meras marionetas de un relato que nos asfixia. Propongo el símil que nuestra existencia puede ser comparable al surcar el océano (que en unas ocasiones muestra descarnadamente su bravura y en otras nos ofrece una paz inexplicable) con un barco (que nos ha tocado por nacer en un determinado lugar y que nos aferramos –o huimos- porque no podemos más que amar o detestar nuestro destino). Los almirantes desde la tierra justifican la carencia de mapas en los imprevisibles vaivenes del océano, mientras los capitanes se quejan que no tienen cartas de navegación. Schopenhauer afirmaba que “un barco que no sabe dónde va, cualquier viento le empuja a rodapelo”, así los más aguerridos se amotinan en la búsqueda de un destino, mientras la mayoría se acomoda en las bodegas lúgubres y malolientes (que en tiempos gloriosos sólo servían para almacenar nuestros desechos). Los náufragos azotados por los oleajes buscan un velero, que sin timonel, les empuje con el viento.
Nos podemos preguntar al hilo del relato, ¿por qué naufragamos? Cada uno de nosotros es capaz de ofrecer su propio cuento. Por otra parte, el poder nos adoctrina con su propia fábula, que sutilmente tiende a responsabilizarnos de una navegación que nos ha impuesto. De la mano de Spinoza que entendió que el conatus (perseverar en el ser) nos define, podemos plantear un nueva carta de navegación. Más allá de una interpretación individualista, propongo la historia que sostiene “que nuestra supervivencia no puede entenderse sin la conciencia que lo más importante en la vida nunca es cuestión de cálculo”. La historia que no han legado se asienta en hacernos creer que somos unos simios que entendemos el mundo en términos instrumentales. Así, nos han dicho que la esencia de la vida es evaluar probabilidades, calcular posibilidades y utilizar los resultados a nuestro favor. Nos han hecho olvidar que como decía Aristóteles que la esencia de la felicidad radica en la amistad y nos han educado exclusivamente para tener aliados o enemigos. No nos permiten mirar a nuestros compañeros, nos encomiendan la ingrata tarea de vigilarlos.
La reflexión de Sartre nos impele tanto a inanidad (el hombre es una pasión inútil) como a la fortaleza. Siempre nos resultará más satisfactorio interpretarlo desde la afirmación que la existencia precede a la esencia y, por consiguiente, estamos obligados a elegir nuestra forma de vida. Creo que nos quería decir que hemos de elegir cómo vivir nuestra vida y no podemos confiar en que reglas o principios preexistentes nos digan cómo hacerlo. Desde la conciencia que hemos sido educados como simios instrumentales, podemos reivindicar que somos capaces de comprender que cualquier ser humano es un fin en sí mismo. Podremos decirles a las organizaciones que nos somos recursos humanos (del mismo nivel que los financieros o materiales) y que “somos los amigos que tenemos”.

lunes, 16 de marzo de 2009

EL PODER REVOLUCIONARIO DEL CARISMA

Podemos partir de la hipótesis que el proceso de racionalización de la dominación legal ha burocratizado gradualmente todas las instituciones sociales. En todos los ámbitos se imponen reglas racionales para lograr la máxima eficiencia o el máximo rendimiento. En este proceso nos hemos olvidado de las personas y por doquier surgen voces de individuos que se sienten mutilados. Una de las peores consecuencias de este proceso de racionalización es la pérdida del individuo. ¿Cómo podemos ser esclavos de nuestras propias construcciones institucionales y sociales?
Propongo volver a pensar el concepto de “carisma” como la posibilidad de producir cambios revolucionarios:
Los análisis del liderazgo carismático proceden del campo religioso. En el discurso teológico cristiano significa el “don de la gracia”, asemejándose en algunos sentidos a la idea griega de “hombre divino”, o al concepto romano de “facilitas”. Así, los primeros teóricos lo entendían como un liderazgo basado en el llamamiento trascendente de un ser divino en el que creían la persona llamada y sus secuaces. La mayoría de los teóricos apuntan a que el líder carismático es capaz de movilizar en base a creencias. La hipótesis es que los seres humanos nos sostenemos en base a nuestras creencias y en este sentido el líder carismático es capaz de apelar a nuestra sustancia más intima. La clave de la reacción carismática de los secuaces al líder estriba en la desgracia que éstos experimentan. El liderazgo carismático es por naturaleza específicamente salvador o mesiánico. ¿Los líderes carismáticos son capaces de aglutinar en torno a una conciencia colectiva a diferentes conciencias individuales que ha perdido su norte?
Por su propia capacidad de cambio tanto puede inspirar odio como amor. El poder carismático puede subvertir el poder establecido, pero también puede ser una estrategia para movilizar a las masas. Me centro en el carisma al servicio de las fuerzas sociales espontáneas y creadoras, aunque tenemos que ser conscientes que puede resultar un mero artificio de estrategia política.
Aún centrándonos en los efectos benéficos del poder carismático, lo que deberíamos pensar es que el carisma acaba arrutinándose al llegar a ser una parte sustancial del poder establecido. La dialéctica entre carisma y rutina se decanta por la preponderancia de la racionalidad formal que asfixia a los gobiernos carismáticos. En el tipo de dominación carismática el centro de tensión e inestabilidad se encuentra en el proceso de despersonalización del carisma. No cabe duda que la gran cuestión de la dominación carismática es la sucesión. ¿La dominación carismática tendría que desaparecer una vez se han conseguido el cambio anhelado?
La burocratización y racionalización crecientes acarrean una paradoja básica: la máxima eficacia que resulta de la creciente burocratización del mundo moderno constituye la mayor amenaza para la libertad individual y las instituciones democráticas de las sociedades occidentales. Así, el desafío puede ser la lucha contra toda estructura que reclamando entidad metafísica o validez general asfixie las demandas concretas de los individuos. Debemos luchar como Simmel nos advirtió contra la cosificación /no somos objetos, somos sujetos). Olvidarnos que el hombre es un ser que siente y que el componente no racional del comportamiento humano (emociones, creencias, valores basados en decisiones éticas) es imprescindible. En este sentido Vilfredo Pareto afirma que el elemento no racional del comportamiento humano supera al racional. En su opinión hay ciertos “sentimientos” relativamente invariables en la vida humana, a cuya expresión denomina “residuos”, que constituyen los determinantes de la acción. ¿El liderazgo carismático es capaz de apelar a los “residuos”?
Una burocracia muy desarrollada constituye una de las organizaciones sociales más difíciles de destruir, bien sea desde dentro (por los propios funcionarios) o desde fuera (por los dominados). En toda organización hay un claro proceso de disciplina que mitiga la fuerza del carisma.
Una ética del éxito nos puede conducir a la idea de un hombre de negocios insensible, egoísta, algo así como un hedonista grosero y sensual. La ética de las convicciones nos permite el juicio moral, el sacrificio de los intereses egoístas o hedonistas a los intereses del bien común. Para que los hombres no se conviertan en robots inhumanos, la vida debe de estar guiada por decisiones conscientes. Si queremos tener dignidad tenemos que elegir nuestro propio destino.

domingo, 1 de marzo de 2009

La emergencia de una ética social

La sociología se ocupa de la sociedad tal como es, mientras la ética social se preocupa de cómo debería ser. Cualquier proyecto que pretenda transformar lo que nos acaece no puede santificar “lo dado” y debe ir más allá con base a unos valores que orienten nuestras acciones. Marx afirmó sin tapujos “que los filósofos se habían dedicado a interpretar el mundo, que había llegado el momento histórico de transformarlo”…, así que más allá de un análisis económico-social nos proponía una determinada ética social. Una ética social cimentada en la erradicación de la explotación. Nos ofrecía como ideal una sociedad en donde la libertad estaba engarzada a nuestra intrínseca sociabilidad. El ideal de una sociedad sin explotación parece que no se ha cumplido, en el fondo parece que una burocracia todopoderosa puede ser más sangrante que una multitud de empresarios abusadores.
Max Weber entendió que los principios éticos establecen la posibilidad de que un determinado sistema económico resulte humano o inhumano. Comprendió que el afán desmedido por la riqueza personal es un leitmotiv que no se cimienta en un ética social (no se creía la idea que “los vicios privados generan beneficios públicos”). Su análisis de las afinidades entre el protestantismo y el capitalismo pretendía demostrar que se podían crear proyectos en base a una ética social. Los protestantes creían que un signo de ser escogidos era realizar un buen trabajo, generar riqueza e implicarse con los problemas de su comunidad. Pensaba que una vez el capitalismo se había envestido de su carácter ético perviviría sin la necesidad que sus portadores se sustentasen en una determinada ética social. En sus términos podríamos decir que una racionalidad en relación a valores se transvierte en una racionalidad formal: un sistema que olvida a las personas en nombre de la eficacia y la misma supervivencia del sistema. Nos podemos preguntar: ¿el capitalismo actual ─en red, globalizado, de carácter financiero (o como queremos definirlo)─ contiene alguna ética social?
Una ética social tendría que tender puentes entre el análisis de la realidad de nuestra organización social y el proyecto de cómo debería ser. Para Kant la naturaleza está subordinada a la voluntad, así el objeto de la moral no es la felicidad, sino la buena voluntad. La buena voluntad se rige por principios universales, así se opone al utilitarismo. A pesar que tengo mis reparos a la formulación de una “ética formal”, la reflexión kantiana nos puede servir para entender que lo auténtico de nuestra naturaleza es la creatividad: proponernos fines y conseguirlos.
Los fines son los motores de la acción y el valor de una ética social no se debe medir exclusivamente en función de su éxito. Su teoría nos puede hacer pensar que estamos ante una sociedad desmoralizada, que hemos erradicado la crítica de nuestro horizonte. No es posible una crítica sin una filosofía de la esperanza. Una filosofía de la esperanza presupone que somos agentes de nuestra propia vida y que tenemos un cierto margen de maniobra para edificar el sentido de nuestra propia existencia. Nos podemos preguntar: ¿somos capaces de tener nuestras propias esperanzas o asumimos aquellas que nos han embuchado desde nuestra tierna infancia?
Decían los pensadores de la escuela de Frankfurt “que cuando se secan los manantiales de la utopía surge la barbarie”. Quizá una educación que nos incapacita para ir más allá de lo fáctico nos impide constituir una auténtica filosofía de la esperanza. Podemos preguntarnos: ¿seremos una mera tramoya de la orquesta que por azar nos ha tocado o seremos unos incansables buscadores de un sentido propio para nuestra existencia personal y colectiva?

lunes, 23 de febrero de 2009

EL DESASOSIEGO DE LA CRISIS

Wittgeinstein sostiene, en la línea de San Agustín, que toda filosofía honesta y decente empieza por una confesión. Cualquier pregunta surge de una determinada inquietud y sin desasosiegos vivimos plácidamente en una rutina que nos asegura cierta estabilidad. La “conciencia de crisis” nos permite replantearnos a qué lugar nos conducen nuestros valores.
El tema de los valores es una cuestión ética, que para Wittgeinstein no puede demostrarse (“no hay premisas lógicas para la felicidad”), pero puede mostrarse en el ámbito de lo místico (“la ética descansa en la sombra de las palabras”). Piensa que la trascendencia es zambullirse en el interior del corazón humano, del mismo modo que la sabiduría oriental nos ha legado: “la mayoría de las personas están vacías y se sienten mal porque utilizan las cosas para deleitar sus corazones, en lugar de utilizar el corazón para disfrutar de las cosas”. No podemos dirigir los acontecimientos del mundo, pero podemos independizarnos de él. Su alejamiento le conduce a comprender la ética a través de la mística y la estética.
La coherencia con uno mismo fue el gran objetivo de su vida. Su teoría en un primer momento parece que nos conduce al silencio, pero como demuestra su propia biografía “los que no saben hablan. Los que hablan no saben. El verdadero sabio enseña con sus actos, no con sus palabras”. Cuando se va a vivir a los fiordos de Noruega como persona, como intelectual, se considera a sí mismo como un “exiliado del mundo”. Finalmente cuando estaba a punto de fenecer le dijo a la esposa de su médico “Dígales que mi vida ha sido maravillosa”. Su conciencia que la sabiduría es gris le llevaba a entender que la vida está llena de color y la mejor opción vital es mejorarse a uno mismo. La psicología de Wittgeinstein se cimienta en un misticismo que nace desde las mismas limitaciones del conocimiento humano. La autenticidad es un valor noble, pero nos acomoda en una “torre de marfil”, que ajena a los trajines del mundo se desentiende de todos aquellos valores que impliquen el compromiso con nuestros semejantes.
A contrapelo de la reflexión de Wittgeinstein podemos comprender que nuestros límites nos pueden permitir un compromiso con un proyecto, que más allá de la santificación de lo dado, nos permite percibir nuestro presente a la luz de unos valores que dotan de sentido a nuestra existencia. Vamos a plantearnos los valores de la revolución francesa porque todavía pernean nuestras conciencias.
La libertad se relaciona con la coherencia interna, con la autenticidad. El desasosiego podemos atenuarlo con la propuesta de Wittgeinstein al comprender la ética a través de la mística y la estética.
La igualdad es una aspiración que nos permite salir de nosotros mismos para entendernos como parte de una comunidad. Sin unas condiciones mínimas de igualdad no hay posibilidad de crear una comunidad. El paroxismo llegó de la inusitada afirmación de Margaret Thatcher: la “sociedad no existe”. Somos algo más que una masa ingente de intereses individuales y no podemos desatendernos del destino de nuestros vecinos. Nuestra propia autenticidad no puede ser ajena al “estado moral” de la comunidad a la que pertenecemos. El desasosiego de la igualdad se dirime en sus conflictivas relaciones con el valor de la libertad y la aspiración legítima al progreso.
El valor menos pensado es la fraternidad. Nos hemos olvidado que formamos una fratría (sociedad íntima, hermandad, cofradía) que nos permite construir nuestro propio destino. Quizá nuestra crisis actual se asienta en el “olvido de la fraternidad”. Nuestro desasosiego se extenúa cuando sentimos que no estamos solos. Tenemos que tener la esperanza que el desasosiego no es un estado, si no que forma parte de una crisis que por definición es una transición de un estado a otro. Las preguntas siguen impertérritas: ¿seremos capaces de crear una conciencia colectiva en base a la fraternidad?, el diagnóstico de la crisis parece ser certero, pero ¿sabemos realmente a lo que aspiramos como una fratría conciente de que estamos ante un momento histórico de mutación?

EL DESASOSIEGO DE LA CRISIS


Wittgeinstein sostiene, en la línea de San Agustín, que toda filosofía honesta y decente empieza por una confesión. Cualquier pregunta surge de una determinada inquietud y sin desasosiegos vivimos plácidamente en una rutina que nos asegura cierta estabilidad. La “conciencia de crisis” nos permite replantearnos a qué lugar nos conducen nuestros valores.

El tema de los valores es una cuestión ética, que para Wittgeinstein no puede demostrarse (“no hay premisas lógicas para la felicidad”), pero puede mostrarse en el ámbito de lo místico (“la ética descansa en la sombra de las palabras”). Piensa que la trascendencia es zambullirse en el interior del corazón humano, del mismo modo que la sabiduría oriental nos ha legado: “la mayoría de las personas están vacías y se sienten mal porque utilizan las cosas para deleitar sus corazones, en lugar de utilizar el corazón para disfrutar de las cosas”. No podemos dirigir los acontecimientos del mundo, pero podemos independizarnos de él. Su alejamiento le conduce a comprender la ética a través de la mística y la estética.

La coherencia con uno mismo fue el gran objetivo de su vida. Su teoría en un primer momento parece que nos conduce al silencio, pero como demuestra su propia biografía “los que no saben hablan. Los que hablan no saben. El verdadero sabio enseña con sus actos, no con sus palabras”. Cuando se va a vivir a los fiordos de Noruega como persona, como intelectual, se considera a sí mismo como un “exiliado del mundo”. Finalmente cuando estaba a punto de fenecer le dijo a la esposa de su médico “Dígales que mi vida ha sido maravillosa”. Su conciencia que la sabiduría es gris le llevaba a entender que la vida está llena de color y la mejor opción vital es mejorarse a uno mismo. La psicología de Wittgeinstein se cimienta en un misticismo que nace desde las mismas limitaciones del conocimiento humano. La autenticidad es un valor noble, pero nos acomoda en una “torre de marfil”, que ajena a los trajines del mundo se desentiende de todos aquellos valores que impliquen el compromiso con nuestros semejantes.

A contrapelo de la reflexión de Wittgeinstein podemos comprender que nuestros límites nos pueden permitir un compromiso con un proyecto, que más allá de la santificación de lo dado, nos permite percibir nuestro presente a la luz de unos valores que dotan de sentido a nuestra existencia. Vamos a plantearnos los valores de la revolución francesa porque todavía pernean nuestras conciencias.

La libertad se relaciona con la coherencia interna, con la autenticidad. El desasosiego podemos atenuarlo con la propuesta de Wittgeinstein al comprender la ética a través de la mística y la estética.

La igualdad es una aspiración que nos permite salir de nosotros mismos para entendernos como parte de una comunidad. Sin unas condiciones mínimas de igualdad no hay posibilidad de crear una comunidad. El paroxismo llegó de la inusitada afirmación de Margaret Thatcher: la “sociedad no existe”. Somos algo más que una masa ingente de intereses individuales y no podemos desatendernos del destino de nuestros vecinos. Nuestra propia autenticidad no puede ser ajena al “estado moral” de la comunidad a la que pertenecemos. El desasosiego de la igualdad se dirime en sus conflictivas relaciones con el valor de la libertad y la aspiración legítima al progreso.

El valor menos pensado es la fraternidad. Nos hemos olvidado que formamos una fratría (sociedad íntima, hermandad, cofradía) que nos permite construir nuestro propio destino. Quizá nuestra crisis actual se asienta en el “olvido de la fraternidad”. Nuestro desasosiego se extenúa cuando sentimos que no estamos solos. Tenemos que tener la esperanza que el desasosiego no es un estado, si no que forma parte de una crisis que por definición es una transición de un estado a otro. Las preguntas siguen impertérritas: ¿seremos capaces de crear una conciencia colectiva en base a la fraternidad?, el diagnóstico de la crisis parece ser certero, pero ¿sabemos realmente a lo que aspiramos como una fratría conciente de que estamos ante un momento histórico de mutación?

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martes, 3 de febrero de 2009

LA EXPERIENCIA LIMITE Y EL ORDEN


“En la jungla social de la existencia humana uno no puede sentirse vivo si no retiene un sentimiento de identidad.”

Erik. E. Erikson.

La experiencia límite no deja de ser fugaz y sorpresiva, mientras el orden se define por su capacidad de prever el “orden de los acontecimientos” y de propagar un cierto “confort psicológico”. Nuestra vida transcurre en una rutina que nos permite una identidad, que aunque inestable nos arropa, con ciertas certezas, ante los envistes furiosos de nuestro agitado entorno social. Acaso, nos podemos preguntar: ¿necesitamos un determinado orden para evitar el “caos del acontecer” y no sufrir por el desvalimiento de nuestra “desnudez psicológica”?

Pocos son los que asumen descarnadamente la experiencia límite y, por consiguiente, la mayoría reclama el orden en aras a su “confort psicológico”. El fundador del psicoanálisis relaciona la felicidad con el orden. Encuentra grandes ventajas al orden: “el orden es de un beneficio absolutamente innegable, permite al hombre aprovechar de manera inmejorable el tiempo y el espacio, sin derrochar las fuerzas psíquicas”.

La felicidad depende tanto de la fuerza arrolladora de la experiencia límite como del orden. El esquema, de inspiración nietzschiana, parte de la hipótesis que el hombre contemporáneo se produce una hipertrofia de espíritu Apolíneo que asfixia a un Dionisio denostado. Apolo representa el orden, la racionalidad, y Dionisio la experiencia límite, la embriaguez. La visión de la felicidad de los autores que comparten la lucha de contrarios: principio de placer contra principio de muerte; instintos contra super yo; conciencia contra sentimiento de culpabilidad se balancean inestablemente entre el placer y el dolor. Para Aristóteles la felicidad es el resultado de un difícil equilibrio entre dos excesos, pero hay otros autores, como Nietzsche y Freud, que les cuesta admitir la existencia de un cóctel que combine sabiamente entre el orden y la experiencia límite. Para Freud la felicidad es el saldo que resulta de sustraer el deseo de las normas sociales que impone la historia y la cultura: si este resultado coincide con una mala conciencia o tal vez con sentimientos de culpabilidad o remordimiento, nos aseguramos el sufrimiento; en cambio, si la operación resulta positiva, el gozo está garantizado.

Una idea nada desdeñable es plantearse que la felicidad total no sólo no existe, si no que ni siquiera es apetecible. Los teóricos del cambio social reconocen que el germen de cualquier revolución es una insatisfacción de una mayoría (“masa crítica”) con el orden vigente que, a su vez, enarbolan una nueva utopía redentora. Nos podemos preguntar; ¿la conciencia de crisis es un mero instrumento para crear un “nuevo orden más confortable”? o ¿la conciencia de crisis es una experiencia cumbre que nos alienta a nuevo reequilibrio de nuestras peculiares lucha de contrarios?

La experiencia cumbre nos permite la vivencia del instante. La conciencia de un orden quebradizo nos impele a no percibir la vida como un pasar, como una línea temporal. El río desbordado nos conduce a sentarnos para sentir la plenitud del instante que nos ha tocado vivir. Nuestra existencia deja de ser ligera y con una inusitada vitalidad busca edificar un nuevo sentido. Finalmente podemos preguntarnos; ¿estamos preparados para salir de nuestro “confort psicológico” para dar respuesta a la experiencia cumbre que nos ofrece la realidad actual?

martes, 6 de enero de 2009

La ubicuidad del poder

El análisis de lo que llamamos poder nos puede abrir una senda fructífera para comprender la experiencia humana. Más allá de optar por definición restrictiva de poder, nos referimos a la posibilidad de analizarlo como algo que circula y funciona en cadena. Un régimen de funcionamiento que no se detiene al análisis de los que ostentan el poder y de quienes no lo tienen, sino en la hipótesis que los dispositivos del poder pernean la sociedad entera. Su ubicuidad nos permite comprenderlo como una pasión universal que posee la capacidad de definir el sentido de nuestra existencia.

Puede parecer osado supeditar la epistemología a la sociología, es decir proponer la tesis que nuestras creencias, nuestros valores u órdenes de verdades se originan en un determinado contexto social. Un contexto social que se puede comprender en relación a su correlación específica entre los distintos poderes enfrentados. Atribuimos al poder la capacidad de discriminar, de imponer una determinada dinámica de funcionamiento. Así, en cuanto premia unas acciones, castiga a todas aquellas que se sitúan más allá de sus lindes.

Nos parece sugerente una genealogía que rastrea el origen de la lucha entre los distintos poderes que han configurado nuestro específico sistema de verdades. La reflexión filosófica estriba en una lectura lenta de nuestro régimen de funcionamiento para desentramar aquello que se oculta deliberadamente. La tarea crítica nos permite entrecomillar lo evidente para aflorar lo marginado. La maniobra más audaz del poder es la necesidad de un orden para la convivencia humana, mientras la reflexión filosófica genera más incertidumbres que certezas. Realmente, la historia de la ideas nos demuestra que el proceso de vaciado de lo vigente, iniciado por la mayoría de los ideólogos, es una argucia para instaurar un nuevo régimen de verdades más adecuado.

La crisis actual pone de manifiesto las grietas del orden vigente, de unas correlaciones de poder contradictorias, que no son capaces de dar respuesta a las demandas de sus miembros. El poder ubicuo se comprende en la medida que el hombre se alegra cuando su poder aumenta y se entristece cuando disminuye. Realizar una distinción entre el poder benéfico que nos proporciona autonomía y el poder maléfico de utilizar a las otras personas para nuestros proyectos es difusa por nuestra intrínseca sociabilidad. Nuestra identidad es indisoluble a la pertenencia a una determinada comunidad.

Esclarecemos el doble sentido del poder:

a.- Poder sobre alguien, a la capacidad de dominarlo

b.- El poder de hacer algo, de ser potente.

La importancia de la acción, de la posibilidad de cambio se funda en el mismo dinamismo íntimo que posee la vida: tiende a extenderse, a expresarse, a ser vivida. Fromm entiende que cuando la tendencia se ve frustrada, la energía encauzada hacia la vida sufre un proceso de descomposición y se muda a una fuerza dirigida hacia la destrucción. La hostilidad se puede explicar como un producto de la vida no vivida.

Cuando el poder se hace difuso, como en nuestras sociedades, su capacidad ansiolítica se desvanece. Ante la crisis actual no sabemos muy bien quien toma las decisiones porque a los que ejercen el poder nadie les pide responsabilidades.

Si entendemos la libertad psicológica como la posibilidad de liberarse de controles externos, apuntalando los controles propios implica lo que podríamos llamar la maduración de la “fuerza individual”. La preponderancia de una “fuerza pública” difusa y plenipotenciaria puede ser un obstáculo para nuestro autocontrol personal. La hipótesis más plausible es plantearse la educación como el camino más conveniente para imprimir el gusto por la independencia personal.

Vamos a señalar tres ideas fundamentales que incluye la democracia para dilucidar un modo posible de alcanzar cierta “maduración individual”:

a.- Democracia social: estado social de igualdad.

b.- Democracia política: participación de los ciudadanos en la política

c.- Democracia liberal: diferentes poderes que se controlan.

La democracia como sistema político implica la idea que un poder sin contrapesos tiende al absolutismo. La sociedad civil puede agrupar a unos individuos, que aislados serían insignificantes. Tenemos dos alternativas:

a.- Unirse al mundo en la espontaneidad del amor y el trabajo creador

b.- Buscar alguna forma de seguridad que con unos determinados vínculos destruirían su libertad y la integridad de su yo individual.

Fromm entiende que la estructura de la sociedad moderna afecta simultáneamente al hombre de dos maneras:

a.- Lo hace más independiente y más crítico

b.- Lo hace más solo, aislado y atemorizado.

La sociedad civil puede ser el antídoto para alejar al individuo del aislamiento y de sus temores. La independencia es un proceso arduo que se construye en la medida que somos capaces de desembarazarnos de las dependencias que nos atan. La distinción entre una libertad positiva ─la posibilidad de realizar un proyecto que se considera valioso para el conjunto de la sociedad o de la humanidad─ demanda de la pasión por el poder, mientras una libertad negativa ─la no interferencia por parte del poder público en mis proyectos individuales─ conduce a una cierta repugnancia hacia el sometimiento o el ejercicio del poder. La pregunta más acuciante ¿qué tipo de poder estamos dispuestos a otorgarnos para contrarrestar el poder ubicuo de una “fuerza pública” difusa y plenipotenciaria?