martes, 21 de febrero de 2012

LA SECULARIZACIÓN EN WEBER Y TOCQUEVILLE

Comte, fundador de la ciencia sociológica, considera que el pensamiento teológico es un error que desaparece con el surgimiento de la ciencia moderna, aunque propone una religión de la humanidad porque reconoce la necesidad universal de los sentimientos que proporcionan las religiones. Para Marx la religión es una ilusión que surge a causa del temor y la ansiedad provocados por los fenómenos naturales y, finalmente, piensa que como tal está destinada a desaparecer. Durkheim subraya los aspectos colectivos de la religión porque es entidad universal y vital en todas las sociedades humanas.
Tocqueville, apartándose de las teorías evolucionistas, positivistas y psicologistas de aquellos, estudia el fenómeno religioso considerando que el hombre, por su propia naturaleza, necesita tener una idea estable de su trascendencia. Su maniobra más audaz es diferenciar el ámbito social del religioso, con lo cual la religión no tiene que ser aniquilada ni superada. Weber, por su parte, se ocupa fundamentalmente de las conexiones de la ética religiosa con el orden económico sin adoptar modelos evolucionistas. Para ello, examina dos puntos de vista; la influencia de determinadas doctrinas religiosas sobre la conducta económica y la relación entre la posición de los grupos en el sistema económico con los tipos de creencia religiosa prevalecientes. En su sociología de las religiones examina las doctrinas religiosas de grupos sociales particulares y las consecuencias sociales, especialmente económicas, de las diversas actitudes ante la vida derivadas de sus sistemas religiosos.
Sí para Tocqueville las creencias religiosas proporcionan la estabilidad social necesaria en una sociedad liberal, Weber atiende a la capacidad de estás de transformar las estructuras económicas, políticas y sociales. Weber estudia las religiones de la salvación porque en ellas encuentra el modo de entender los cambios de actitudes que conducen a la sociedad moderna. Su sociología de las religiones explica que las religiones nacen para responder a la irracionalidad ética del mundo y pretende analizar exhaustivamente las religiones más relevantes para mostrar la singularidad de occidente, que ha producido un derecho, una economía y un arte racionales. Empíricamente se centra en las sectas porque portan una ética transformadora, principalmente en el ascetismo puritano, que constituye un punto de inflexión fundamental para comprender las transformaciones de sociedades modernas. El puritanismo despliega una ética del oficio y el calvinismo desarrolla una ética del trabajo metódico, ambas necesarias para la destrucción de las estructuras tradicionales y el florecimiento del capitalismo. En opinión de Weber la Reforma constituye una nueva ética intramundana, misma que, a su vez, configura una sociedad racional y desencantada.
Tanto Tocqueville como Weber pretenden descubrir cómo las creencias religiosas confieren significado a las sociedades modernas. Así, el proceso de secularización no define a las sociedad modernas porque las creencias religiosas cohesionan la sociedad (para Tocqueville) y determinan nuestra actividad económica (para Weber). Ambos analizan cómo las creencias religiosas prefiguran una determinada conciencia colectiva e individual. En el trasfondo asumen que el proceso de secularización de las sociedades modernas no implica que las ideas religiosas de nuestra tradición se evaporen. Piensan que perduran y definen tanto el espíritu social como el económico de las sociedades actuales. Son las autoridades religiosas que han perdido el papel protagónico que jugaban en el pasado, pero no podemos dejar de comprender que nuestra forma de pensar y de vivir se asienta en la tradición religiosa en la que hemos sido educados.

domingo, 19 de febrero de 2012

El atrevimiento de la estupidez

Los límites entre el bien común y el bien de cada uno de nosotros como individuos son difícilmente delimitables. Muchas veces aquello que un principio parece perjudicarnos acaba beneficiándonos o aquello que nos libera en el instante vivido finalmente nos hace esclavos. En nuestra historia podemos constatar tantas deflagraciones de inteligencia como de estupidez. Toca preguntarnos si somos capaces de delimitar las acciones inteligentes de las estúpidas. Si nos atenemos a las consecuencias de nuestras acciones nos sorprenderemos de la cantidad ingente de estupideces colectivas que se han sustentado en la agrupación –manifiesta o tácita- de inteligencias privadas notables.
Suponiendo que poseemos una inteligencia privada -que se atañe exclusivamente a nuestros designios personales- es plausible plantearse que lo más conveniente sería escamotear todo lo que podamos a la inteligencia colectiva, presumiblemente garante del bien común. Así, el éxito de una inteligencia privada sería ser un gorrón: que a la vez que succiona todos los néctares colectivos a su alcance se guarece para no malgastar sus tesoros personales. Por otra parte, nuestra inteligencia privada no puede formarse sin la urdimbre social, nadie puede obviar los desafíos que se le plantean en sus interacciones sociales. Para delimitar nuestra individualidad tenemos que afrontar, aceptándolos o rechazándolos, los guiones sociales que se nos adjudican. ¿Qué nos ocurre cuando el guión social que tenemos que representar lo consideramos estúpido? Podemos optar por el silencio, que no deja de ser una forma de elegir (“la estupidez avanza cuando la inteligencia no es capaz de ponerle límites”) o podemos decantarnos por el esfuerzo constante de socavar la estupidez (que en su potencia puede hacernos sacrificar nuestra inteligencia privada por el bien común).
Una posible forma de superar esta disyunción –entre una inteligencia privada que se aleja de la estupidez colectiva y una estupidez colectiva que engulle a las inteligencias privadas- es plantearse que la estupidez es atrevida, mientras la inteligencia es comedida. Así, la estupidez más inocente es aquella que únicamente se fija en los beneficios a corto plazo, obviando a su vez los daños o bienes a largo plazo. Por otra parte, otra forma de estupidez más supina es atenerse a una razón instrumental (que va a lo suyo) y no optar por una razón comunicativa (que tiene en cuenta a los demás). Ambas estupideces son atrevidas en cuanto son decisiones que se cimientan en un individualismo excacerbado y cortoplacista. Son decisiones estúpidas porque hacemos daño a los demás y no se sacamos de ello ningún provecho: no podemos vivir sin interacciones sociales –hasta el tirano más deleznable necesita de sus súbditos- y somos las victimas más damnificadas de nuestras propias decisiones.
La inteligencia es comedida en cuanto se esfuerza en no caer cuando todo cae. Escarba más allá de las apariencias para “sacar a la luz” lo que se oculta. Entrecomilla las evidencias para detectar las sombras (tarea crítica), sin cejar en buscar las luces en las penumbras (tarea constructiva). El reto actual para una inteligencia comunicativa es reconocer que la insistencia en un independencia privada, que se desentiende de los problemas de su comunidad, nos destruirá. Las crisis son tan destructivas como generativas. La crisis actual erosiona nuestra independencia personal porque va minando, día a día, el capital social que nos sustenta. El capital social se va diluyendo porque una mayoría nada desdeñable se ha desvinculado de la comunidad para parapetarse en su jardín privado. Nuestra estupidez aflora constantemente cuando no somos capaces de comprender que el individuo y la sociedad están interrelacionados, que cuando el capital social se desmorona no podemos dotar de sentido a nuestra existencia personal. Antonio Machado lo sintetizó poéticamente: ¡qué difícil es no caer cuando todo cae¡.