A
simple vista parece que cuanto mayor es el esfuerzo, tanto mejor será el
resultado. Al enfrentarnos a una decisión difícil el sentido común nos diría
que deberíamos recopilar todos los argumentos a favor y en contra de las
distintas opciones, clasificarles en su orden de importancia, desechar los
argumentos contradictorios y, finalmente, escoger aquella opción con los
argumentos más consistentes.
A
priori, en cuanto más información disponemos tomamos mejores decisiones. Por
una parte, el exceso de información nos puede paralizar porque escoger una
opción supone rechazar las restantes. Foucault ha puesto de manifiesto que
el pensar filosófico es una forma
“pensar aquello que se ha dejado de pensar cuando se ha pensado”. En el
trasfondo subyace que muchas de nuestras decisiones son apuestas, que la
facultad de la razón nos sirve más para racionalizar que para razonar. Muchas
veces escogemos más desde las tripas –de nuestras preferencias y desdenes- que
desde el calculado ejercicio de la razón. Por otra parte, a menudo optamos por
decisiones acertadas con una escasa información.
Los
expertos utilizan menos cantidad de datos que los profanos para la decisiones.
En este sentido la clave estriba en reconocer más rápido la información
relevante. El ruido ensordecedor proveniente del constante martilleo de datos e
imágenes nos atolondra, nos entumece en un estado de letargo e impotencia.
Podemos plantearnos que la racionalidad no requiere forzosamente el máximo de
información.
Un
ejemplo humorístico lo planteo el diario Chicago Sun-Times hace unos años. El
mono capuchino de nombre Mr. Adam Monk elegía a su libre albedrío acciones
bursátiles determinadas en el periódico. El paquete resultante superó durante
cuatro años consecutivos a la media del mercado e incluso en dos años promedió
por encima del renombrado fondo de inversión Legg Mason. Por otra parte,
sofisticadas campañas de marketing (frecuencia de visitas a los clientes,
cuotas de participación que provienen de la competencia, estudios de mercado,
de coste…) pueden ser tan fiables como la sencilla heurística “buenos
compradores hoy son buenos compradores también mañana”. En el campo de la
psicología también se ha mostrado que considerar pocas informaciones resulta a
menudo la mejor opción. Numerosos estudios revelan que la mayoría de las
personas solo requieren entre 30 segundos y dos minutos para expresar una
opinión acertada de los sujetos observados. En cierto modo, parece que la
intuición nietzschiana –“cuanto más conozco menos reconozco”- nos advierte de
la parálisis por el análisis.
Cualquier
decisión es una apuesta, pero unas apuestas son más consistentes que otras. El
primer requisito para una apuesta consistente es aflorar a la superficie la
causa final. La idea de fin como causa, para Aristóteles, es subsidiaria de la
de pre-tensión. El fin es algo que se pretende. Para el estagirita “en general,
para que algo tenga índole de fin es necesario que de alguna manera sea
apetecido por sí propio, y no únicamente en tanto que útil”. Muchas decisiones
nos parecen incomprensibles porque no somos capaces de desentramar su
pretensión originaria. Cuando comprendemos que numerosos políticos hacen
política porque su causa final es reforzamiento de su narcisismo o enriquecerse
sin escrúpulos, podemos entrever que sus apuestas –por muy respaldadas que
estén por los datos- nos asfixian porque no coinciden con nuestras
pretensiones. Así, cualquier decisión es una apuesta por unos determinados
valores en detrimento de otros.
Hay
apuestas seguras, suicidas y arriesgadas. Los expertos son útiles a la hora de
evaluar situaciones arriesgadas. Las personas con experiencia suelen tomar
decisiones por lo general más acertadas. Los conocimientos previos permiten
reconocer con anterioridad el contenido esencial de un asunto a la vez que
ignorar numerosos detalles que generan confusión en los profanos.
Finalmente,
la política es una apuesta por determinados valores en detrimento de otros.
Elegimos la causa final en relación a lo que sentimos –preferencias o desdenes-
y buscamos los expertos para que lleven a cabo las estrategias más adecuadas
para alcanzar el fin que nos hermana. En la soledad forjamos nuestros valores,
con la amistad los esculpimos y, finalmente, en la comunidad los hacemos
fértiles. Carlos Fuentes lo expresa literariamente: “Somos amigos en comunidad:
nos necesitamos. Con razón decía Thoreau que tenía tres sillas en su casa. Una,
para la soledad. Otra, para la amistad. Y la tercera, para la sociedad. “