Comenzó
desanudándose la corbata para poder pensar mejor. Tuvo la inusitada idea que su
cabeza estaría mejor irrigada quitándose el atuendo que le separaba del conserje
greñudo y tatuado de su oficina. Mientras el conserje dedicaba todas sus horas
a cuadrar sudokus endiablados, él vendía y compraba derivados financieros con
los que ganaba o perdía una cantidad bochornosa de dinero.
Últimamente se
sentía angustiado, maniatado a una cotidianidad asfixiante que se expresaba en
sus ojeras moradas y rugosas. Le costaba conciliar el sueño y cuando se
despertaba prematuramente le advenía una pesadez insidiosa que le acompañaba
hasta bien entrada la noche. Ese lunes fue una excepción, durante todo el día
se sintió liviano, hasta el punto que pudo olvidarse de sí mismo. No había
perdido ni ganado mucho dinero, no se sentía alegre ni triste. Su estado era de
una placidez extraña, una especie de mescolanza entre una tarde de domingo y
una noche del viernes. Se miró en el espejo y se imaginó reflejado con greñas y
tatuajes bárbaros.
Con la imagen
reflejada en el espejo se propuso malgastar su tiempo con el sudoku “difícil”
del semanario financiero. No sintió ni un ápice de desazón por no leerlo, por
obviar la información redundante. Dejó de pensar, de tomarse en serio. Quería
jugar, divertirse, hasta aspiró a reírse de sí mismo.
Al principio le
fue fácil, los números evidentes le saltaban a la vista sin necesidad de
concentrarse. Con cada número que encontraba iba afianzando su inquebrantable
creencia en la lógica. Desde niño aprendió que con un método adecuado se puede
resolver cualquier enigma. Fue en la adolescencia cuando albergó en su alma una
superioridad hiriente: asumió que el fracaso es la consecuencia lógica de
atrincherarse en ideas inadecuadas. Pensaba que cada uno tiene el destino que
se merece, que la suerte es el artificio más banal de los cobardes.
Se encalló
durante cinco minutos, sin saber adónde dirigirse. Aún sosteniendo que existe
una lógica era incapaz de verla. Su mirada desenfocada veía únicamente sendas
inadecuadas, estaba atrapado en un encrucijada. Empezó a sentirse ansioso, a
oscurecer la luminosidad de su lunes plácido. Pasaron cinco minutos más y fue
capaz de vislumbrar la abulia de los fracasados: empezaba a sentirse
acorralado, sin dar con el número clave. Su virtud no era la paciencia, su
destino le había obligado a tomar decisiones desde la urgencia.
A menudo ganaba
y a veces perdía, pero siempre ascendía. Progresaba, iba conquistando terrenos
ignotos, nunca se había sentido atrapado en un callejón sin salida. Se sintió
avergonzado, sin aceptar que un mago de la finanzas se viera atrapado por un
sudoku, por muy endiablado que fuese. El conserje, con una parsimonia
envidiable, los rellenaba con una facilidad asombrosa. Lo vio como una bailarina,
que en sus movimientos armónicos no se traslucen las innumerables horas de
entrenamiento. Pensó que la naturalidad de la inspiración se fragua en un sudor
previo persistente y a menudo extenuante. Así, empezaba a vislumbrar que más
allá de un método adecuado, quién verdaderamente decide es el carácter.
Ese lunes, con
sus greñas y tatuajes bárbaros, empezó a sospechar de su turbieza constitucional.
Por primera vez sintió una grieta, una herida que le hacía vulnerable. No podía
permitirse sucumbir, sentir el hedor del perdedor. Su carácter ganador estaba
herido, supuraba con la derrota de un trivial sudoku endiablado. No se hundió
en la desesperación, se olvidó del método y apostó. Sabía que podría ser el
seis o el nueve, pero apostó por el más grande.
Ante el dilema
escogió, se dejó llevar por el corazón. El camino del corazón, el espacio del
gusto, de las preferencias y las sinrazones. Escogió el nueve porque el mes
pasado llovió nueve días. No se atrevió a acabarlo, sabía que una vez escoges
un camino no puedes desandarlo, que aciertas o erras.