martes, 7 de octubre de 2014

Un sudoku endiablado


Comenzó desanudándose la corbata para poder pensar mejor. Tuvo la inusitada idea que su cabeza estaría mejor irrigada quitándose el atuendo que le separaba del conserje greñudo y tatuado de su oficina. Mientras el conserje dedicaba todas sus horas a cuadrar sudokus endiablados, él vendía y compraba derivados financieros con los que ganaba o perdía una cantidad bochornosa de dinero.
Últimamente se sentía angustiado, maniatado a una cotidianidad asfixiante que se expresaba en sus ojeras moradas y rugosas. Le costaba conciliar el sueño y cuando se despertaba prematuramente le advenía una pesadez insidiosa que le acompañaba hasta bien entrada la noche. Ese lunes fue una excepción, durante todo el día se sintió liviano, hasta el punto que pudo olvidarse de sí mismo. No había perdido ni ganado mucho dinero, no se sentía alegre ni triste. Su estado era de una placidez extraña, una especie de mescolanza entre una tarde de domingo y una noche del viernes. Se miró en el espejo y se imaginó reflejado con greñas y tatuajes bárbaros. 
Con la imagen reflejada en el espejo se propuso malgastar su tiempo con el sudoku “difícil” del semanario financiero. No sintió ni un ápice de desazón por no leerlo, por obviar la información redundante. Dejó de pensar, de tomarse en serio. Quería jugar, divertirse, hasta aspiró a reírse de sí mismo.  
Al principio le fue fácil, los números evidentes le saltaban a la vista sin necesidad de concentrarse. Con cada número que encontraba iba afianzando su inquebrantable creencia en la lógica. Desde niño aprendió que con un método adecuado se puede resolver cualquier enigma. Fue en la adolescencia cuando albergó en su alma una superioridad hiriente: asumió que el fracaso es la consecuencia lógica de atrincherarse en ideas inadecuadas. Pensaba que cada uno tiene el destino que se merece, que la suerte es el artificio más banal de los cobardes.   
Se encalló durante cinco minutos, sin saber adónde dirigirse. Aún sosteniendo que existe una lógica era incapaz de verla. Su mirada desenfocada veía únicamente sendas inadecuadas, estaba atrapado en un encrucijada. Empezó a sentirse ansioso, a oscurecer la luminosidad de su lunes plácido. Pasaron cinco minutos más y fue capaz de vislumbrar la abulia de los fracasados: empezaba a sentirse acorralado, sin dar con el número clave. Su virtud no era la paciencia, su destino le había obligado a tomar decisiones desde la urgencia.
A menudo ganaba y a veces perdía, pero siempre ascendía. Progresaba, iba conquistando terrenos ignotos, nunca se había sentido atrapado en un callejón sin salida. Se sintió avergonzado, sin aceptar que un mago de la finanzas se viera atrapado por un sudoku, por muy endiablado que fuese. El conserje, con una parsimonia envidiable, los rellenaba con una facilidad asombrosa. Lo vio como una bailarina, que en sus movimientos armónicos no se traslucen las innumerables horas de entrenamiento. Pensó que la naturalidad de la inspiración se fragua en un sudor previo persistente y a menudo extenuante. Así, empezaba a vislumbrar que más allá de un método adecuado, quién verdaderamente decide es el carácter.          
Ese lunes, con sus greñas y tatuajes bárbaros, empezó a sospechar de su turbieza constitucional. Por primera vez sintió una grieta, una herida que le hacía vulnerable. No podía permitirse sucumbir, sentir el hedor del perdedor. Su carácter ganador estaba herido, supuraba con la derrota de un trivial sudoku endiablado. No se hundió en la desesperación, se olvidó del método y apostó. Sabía que podría ser el seis o el nueve, pero apostó por el más grande.
Ante el dilema escogió, se dejó llevar por el corazón. El camino del corazón, el espacio del gusto, de las preferencias y las sinrazones. Escogió el nueve porque el mes pasado llovió nueve días. No se atrevió a acabarlo, sabía que una vez escoges un camino no puedes desandarlo, que aciertas o erras.