sábado, 4 de julio de 2009

LA CIENCIA DE LA CIUDADANÍA: MÁS ALLÁ DE LA COSTODIA DE LOS SUPUESTOS EXPERTOS

En Atenas se introdujo una división tripartita del trabajo social, así algunos problemas debían ser debatidos en público, otros decididos en privado y otros delegados a expertos. Hoy las fronteras entre los tres ámbitos parecen difusas, mientras lo público se equipara a lo político (“basado en intereses”), lo privado a la conciencia y conducta personal (“decisiones basadas en mis valores”), y los “expertos” aparecen (con su “jerga profesoral”) para aleccionarnos sobre lo que “deberíamos hacer”. El mandato de la ilustración que nos empujaba a la “mayoría de edad” presupone que podemos tomar nuestras propias decisiones, que no podemos seguir a un puñado de visionarios que se creen portadores de unas soluciones mágicas en base a sus conocimientos técnicos. ¿Por qué nos abstenemos de pensar y dejamos que los “expertos” piensen por nosotros?
El experto griego era un como un investigador contratado por “obra y servicio” que satisfacía a su cliente (independientemente de sus fines). En nombre de la complejidad actual, algunos expertos se erigen en portadores de fines (del “deber ser”) y más allá de técnicos se atreven a discernir sobre aquellos temas que exclusivamente se atienen a nuestra autonomía como ciudadanos. En las polis griegas los clientes y ciudadanos tenían poder para actuar con autoridad como controles externos. Por el contrario, los expertos de nuestras sociedades hablan con autoridad, pero sin el control de la ciudadanía. Los ciudadanos actuales ocupados y preocupados por su subsistencia material carecen del tiempo libre que tenía todo ciudadano griego (¡hay que tener en cuenta que eran pocos los ciudadanos¡) para dedicarse a la ciencia y la política. Nos podemos plantear otra pregunta ¿estamos sujetos a la acción política de unos expertos profesionales, sin poder ser agentes de nuestra propia autonomía?
A los sofistas (que cobraban por su capacidad de hacer que su sabiduría proporcionase éxito a sus clientes) Platón los tildó de “retóricos”, mientras laureaba a su maestro Sócrates porque buscaba exclusivamente la verdad. En el desacuerdo de Sócrates con los sofistas subyacen dos tipos de creencias: la existencia de una verdad universal (¡que la mayoría desconoce!) y una pluralidad de verdades que se construyen en nuestra interacción social (al carecer de base ontológica, podemos acogernos aquellas que nos sean más útiles). Sí apuramos el escepticismo sofista llegaremos al nihilismo, mientras un intelectualismo moral intransigente nos proporciona el fundamentalismo. Entre el nihilismo y el fundamentalismo hay una posición que atiende a responsabilizarnos de nuestras propias decisiones. Cualquier decisión requiere al menos de dos opciones; la manida frase “es lo que hay” es una argucia que muchos supuestos expertos arguyen para convertirse en líderes de un rebaño obediente.
El experto decente es el que nos presenta opciones, que no camufla la complejidad con una supuesta simplicidad genial. A menudo nos oponemos a un “solución científica” porque sentimos que nuestra experiencia personal y nuestra capacidad de emitir juicios independientes no se ha tomado en consideración. Algunos experimentos como la “democracia deliberativa” o “conferencia de consenso” en un principio tenían como objetivo el delegar poder en las comunidades locales sobre asuntos o materias que les concernían directamente (planificaciones urbanísticas, gestión de residuos…) y demostrar que el público no experto podía tomar decisiones políticas. Hoy, las comunidades virtuales son foros que permiten esbozar una “democracia deliberativa”. La llamada “sociedad en red” puede ser un nuevo modo de extender la idiotez o de ir creando una “conferencia de consenso” para dar voz a nuestros valores.
Cuando los expertos nos asestan su consabida defensa “es un tema complejo” tenemos que ser capaces de pedirles explicaciones. Cuando nos atrevemos a plantear preguntas nucleares, a no aceptar que sólo hay una única opción podemos asumir la responsabilidad de nuestras propias decisiones. Decidir no es fácil, es más cómodo pensar que somos un mero engranaje de un sistema que nos supera. Al final, parece que la responsabilidad nos abruma.