jueves, 4 de enero de 2024

El café de puchero

 


Max creía en el azar. Pensaba que la responsabilidad y la culpa eran argucias del poder para disciplinarnos. Su docilidad era aparente, en su interior bullía un espíritu incandescente, un inconformista dispuesto a cambiar su mundo. Era un revolucionario porque se subía o se apeaba al tren que le permitía ser fiel a sí mismo. Nunca quiso cambiar los trenes ni las estaciones porque únicamente aspiraba a encontrar su lugar en el mundo. Sostenía que la felicidad consistía en tener ideas adecuadas.

Eva quería cambiar el mundo. Se sentía responsable por todo y de todos. Se olvidaba de sí misma y cargaba con toda la culpa del mundo. Cuando Max no se interesaba por el mundo se volvía iracunda. Le molestaba su ensimismamiento y su desidia, sobre todo cuando le repetía que no cogiera lucha, que tenemos que aceptar lo que no puede cambiarse. Se consideraba una buena soldado, una mujer con la ira necesaria para defender a capa y espada su propio tren. Sostenía que la felicidad es el premio de los vencedores.

-Esta estación me parece triste y anodina. Hoy, con nuestro amor menguante, me acuerdo de nuestra estación. Me acuerdo de su olor a nuevo, de sus mármoles relucientes y, principalmente, de sus pantallas destellantes. Me hacía feliz oír el silbato de tu tren. Cuando me besabas me sentía la chica más afortunada del mundo.

-Lo sé. El tiempo se ha conjurado contra nosotros. Yo sigo amándote como antes, tú te has cansado. Tú deseas lo nuevo y yo amo lo viejo. Fíjate, para mí esta estación destartalada es bella, verdaderamente bella. El tiempo le ha sentado bien, huele a historia.

- ¿Cómo huele la historia?

-La historia en esta estación tiene una presencia tangible y palpable. Queda el poso de las historias vividas.

-¿Quieres decir que podemos tener una conexión sensorial y emocional con la historia de esta vetusta estación? Me parece que quieres ver más que lo que hay. El progreso tiene mala memoria.

Eva creía en el progreso, en la necesidad de cambiarlo todo. Creía que los contentos eran unos inútiles, unos hedonistas irresponsables. Tenía la certeza de que Max era un tipo brillante, pero le incomodaba que viviese para sí mismo. No entendía su desinterés por los tipos de interés o por la eficiencia de las nuevas tecnologías. Solía decir que el mundo es de los economistas o de los ingenieros y que las creaciones poéticas o filosóficas eran ruedas que giran en el vacío. Para ella solo existía lo verificable.

Para Max la poesía y la filosofía desempeñaban un papel fundamental en la comprensión y la exploración de la condición humana, las emociones, los valores y las ideas. Aspiraba a no ser un hombre masa, a tomar las riendas de su vida. Tenía la suficiente cordura para no inmolarse, para reconocer que fuera del orden vigente hacía mucho frío. Para él solo existía lo que nos contamos.

-Hace diez años estuvimos tres horas en esta estación. Paramos para saludar a tus padres. ¿Te acuerdas? Al retirarse quisieron vivir tres meses en la España vacía. Aspiraban a una vida simple, soñaban con enamorarse una vez más.

-Es verdad. Tienes una memoria prodigiosa. Nunca los vi tan felices, tan niños y tan idiotas.

-Me dirás que es una estación cualquiera, una estación decadente de un pueblo anodino. Pero, para mí, es una estación con su historia, con sus olores. Huele al amor de tus padres.

-Huele a café de puchero. Esta estación se ha quedado en el siglo XIX. Fíjate, yo he probado todas las cafeteras (la francesa o de émbolo, la italiana o moka y la espresso) y la mejor la espresso, la más tecnológica, la que eleva la presión del agua hasta 12-15 bares para extraer la mejor esencia del café.

-El amor de tus padres es como el café de puchero. Un amor sencillo, con olor y sabor. No sucumbieron a sus deseos narcisistas para persistir en su amor. Creyeron en el amor y fueron felices.

-Vaya cuento. Eres capaz de creerte hasta tus propias ficciones. Mis padres se creían felices porque eran unos ignorantes. Le bastaba con su propio jardín, no querían ver más allá de sus propias narices. Ni siquiera se atrevieron a ir más allá del café de puchero. Yo he vivido la vida, he probado todas tecnologías del café.

-No sé, tú siempre has querido ir más allá. Te has ido muchas veces, pero siempre vuelves. Quizá tu cuento es que me quieres más de lo que crees.

-Te quiero porque eres lo que no soy. Yo creo en la libertad y en el poder. Tú crees en el amor y en la justicia. Me voy porque sé que me esperas.

-Somos una pequeña empresa. Con mis pies caminamos y con tus alas volamos.

-Eres un poeta. Prefieres la belleza a la verdad.

-La racionalización sistemática de todas las esferas vitales nos dirige a un mundo desencantado. Cuando se secan los manantiales de la poesía se abona el terreno para la aparición de la barbarie.

-Tu siempre tan bello e iluso. El mundo sin poesía podría parecer más frío, carente de inspiración y menos conectado con las dimensiones más profundas de la experiencia humana. Sin embargo, a un estómago hambriento le sobran las palabras.

Max era un platónico porque creía que la verdad y la belleza estaban estrechamente relacionadas. Creía que todo lo que percibimos en el mundo sensible es simplemente una sombra o copia imperfecta de las ideas. Estaba convencido de que la belleza auténtica no se limitaba a lo físico, sino que también se encontraba en las virtudes morales y en las obras artísticas y literarias que transmitían la verdad y la armonía. Se consideraba un arqueólogo, un rastreador de las ideas que esconden las sombras.

Eva pensaba que la verdad no es un concepto absoluto o abstracto, sino que está determinada por las condiciones materiales y las relaciones de producción de una determinada sociedad. Sostenía que las ideas y las concepciones de la verdad son moldeadas por las estructuras económicas y sociales. Creía en el progreso, pero no en la utopía. Quería ordenar lo real y obtener el máximo provecho.

-Mis padres tuvieron tiempo para amarse, para recrearse con el café de sobremesa. Nunca sintieron el hambre por el mañana. Se quedaron con el café de puchero porque no querían ir más allá. Para mí, la vida es saltarse los límites, ir más allá de las circunstancias que nos han tocado. El mundo es de los atrevidos.

-Tus padres formaron una gran empresa. Caminaron y volaron juntos. Crearon su propio cuento. Vivieron su eros, su primer amor ansioso, su philia, su alegría por compartir, y su ágape, su entrega incondicional y desinteresada.

- Ja, ja, ja. Ahora que son mayores solo les queda el ágape, que no deja de ser una serenidad impostada. Están tranquilos debido a que el tiempo que les resta es limitado. Tú insistes en la philia cuando yo aspiro al eros. Nos vamos haciendo viejos cuando renunciamos a una vida intensa. Tú, te aíslas del mundo y te bastas a ti mismo. Yo, necesito del mundo y quiero cambiarlo.





Juana y Sofía



Se conocían desde primaria, cuando tenían más futuro que pasado. Anhelaban una vida intensa, una existencia rica en amores y experiencias. Sentían que su futuro era un haz de posibilidades, un camino sin espinas. Juana, la más avezada, dibujaba sus sueños con el viento que movía las nubes. Sofía, la más prudente, pintaba las nubes de Juana.
Sofía era rica en fantasías y pobre en recursos. Su madre solía decirle que la pobreza le fortalecería el alma y le alejaría del desasosiego. Su padre era un ser alegre, un hombre que nunca sacaba las cosas de quicio. Sofía aprendió a no tomarse la vida muy en serio.
Juana era ambiciosa y estaba decidida a ser la mejor, a ser una triunfadora. Heredó de su padre la firme convicción de que sin grandes proyectos la vida carece de sentido. De su madre, que conoció la pobreza en su infancia, aprendió que la miseria envilece, que el destino más triste es el de los resentidos. Juana quería cambiar el mundo.
Se admiraban mutuamente porque estaban convencidas de que a lo que a una le faltaba, a la otra le sobraba. Eran libres, aunque algunos pensaban que no tenían los pies sobre la tierra, mientras otros las veían como unas ilusas. Ellas no necesitaban ninguna razón, sencillamente se divertían, se aburrían y, antes que nada, se querían. Para ambas su amistad era inquebrantable, ajena al paso del tiempo e inmune a la distancia.
Se volvieron a ver a los treinta años. Los años no habían pasado en balde. Juana había dejado las nubes para enfangarse con los subsuelos más lúgubres. Estaba desencantada porque no sabía el porqué de sus insidiosas pesadillas. Había perdido las ilusiones. Creía que era una impostora, que vivía una vida que no le pertenecía.
Sofía conservaba intacta su inocencia. Disfrutaba ordenando el caos, buscando explicaciones -casi siempre provisionales- para conocerse y comprender el mundo. Elucubraba variopintas teorías para no aferrarse a ninguna. Sostenía que lo que nos perturba no son las cosas, sino las opiniones sobre las cosas.
Juana aspiraba a una verdad, a una revelación redonda, sin sombras ni fisuras. Era una mujer responsable y trágica. Se encaramó al destino de las triunfadoras, a las buscadoras de cimas inalcanzables. Era una creyente enfadada. Se irritaba cuando se imponía una realidad ajena a sus designios, cuando sus emociones la oprimían o cuando perdía el control. Nunca supo discernir entre lo que depende de nosotros y lo inalterable.

A Sofía le aterraba la verdad. Un día le confesó a Juana que creía que los únicos que podían poseer la verdad eran los locos o los dioses. Estaba convencida de que era simplemente una mujer, una mujer lozana que no necesitaba un corsé para caminar derecha. Para ella, un mundo incierto no era un mundo infeliz. No se enzarzaba con los creyentes, simplemente los escuchaba sin contradecirlos.