lunes, 14 de enero de 2008

La duermevela de Néstor

Me levanté aturdido. Sabía que antes de acostarme estuve leyendo hasta medianoche. Recuerdo nítidamente el último verso del poeta alemán: “el hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.

Toda mi vida me he dedicado a estudiar la conciencia. Como neurólogo clínico me pagan para diagnosticar y tratar a una cantidad ingente de demencias. Mis compañeros se mofan de mi especialidad. Me suelen decir que tengo el futuro asegurado. El tocólogo insiste en que será uno de mis pacientes más dignos de mi historial médico. Él se dedica a sacar a luz a muchos seres que viven felices en un magma de líquido amniótico, mientras presupone que yo debo paliar con luces intermitentes aquellos que poco a poco van oscureciéndose. Por mi parte nunca he entendido que la vida se pueda entender con la metáfora de la luz y la oscuridad. Creo que hasta el más lúcido vive en las penumbras. Me enardecen los crepúsculos, mientras el alba me fastidia. Es posible que si fuera tocólogo sintiera de otra manera.

Soy un ave nocturna. Por las noches me siento libre buscando el significado de mi vida. Primero me dedico a repasar lo que hice durante todo el día, después lo que quiero ser. Nunca he dejado de ser un proyecto, de ir más allá de las evidencias diarias que me instan a encajonarme en una determinada identidad compacta. Quizá por esta razón soy un transeúnte que destruye las evidencias para encontrar esas intuiciones directas de las ideas. A eso Platón le llamaba noésis, y, aún más, sostenía con firmeza que era el único camino a la sabiduría. El conocimiento requiere de método, la sabiduría de iluminación. Ahora hay más budistas que tibetanos porque los occidentales, después de su largo sueño, se afanan por estar despiertos.

Me levanté atolondrado. Sabía que antes de irme a dormir no quería soñar. A las diez tenía que dirigir una terapia de grupo para las familias de mis pacientes. Desde siempre he estado convencido que sufren más los que se quedan que los que se van yendo. Con todo, no he podido dejar de tener sueños con seres que correteaban en una ciudad desconocida.

Soñé que era mi propio paciente. Con una exactitud milimétrica realicé la primera exploración de rigor. Me azoré, no supe explicar con exactitud los síntomas de mi supuesta pérdida de facultades. De repente, sabía que había dejado de ser el de siempre. Ya no era el médico concienzudo que se reprochaba a si mismo la dejadez de sus enfermeras. Ya no era el padre de familia orgulloso. Ya no tenía interés por llegar a ser el jefe clínico. Tenía demasiadas vaguedades en mi mente para condensarlas en una frase esclarecedora.

Como médico soñé que estaba ante un paciente difícil, de aquellos que necesitan más de un filósofo que de un neurólogo. No creo mucho en toda esa profusa estirpe de psicólogos o psiquiatras que se afanan por etiquetar las conductas. Siempre he sostenido que la idiosincrasia es determinante. Empaquetar a los individuos en secciones me parece terrible. Los filósofos están denostados porque no han sabido comprender que por su misma inutilidad son los más necesarios. Son unos fontaneros que van descubriendo cómo las tuberías de nuestra existencia se van entumeciendo. Los más aguerridos se atreven a proponernos nuevos cauces, pero esos no me interesan. Siento fascinación por los iluminados, por los que desde su insignificancia son capaces de crear una teoría para mitigar sus emociones más profundas.

Al fin como paciente pude balbucear mis congojas. Eran dos palabras con difícil encaje; pasión y afecto. El médico, desde la atalaya de la ilustración, se atrevió a decirme que los afectos nos definen como seres humanos y que la pasión es lo que nos permite vivir con cierta dignidad. Hay una pasión soez por descontrolada, como unos afectos terribles por asfixiantes. La pasión y los afectos te atan, pero mientras la pasión te ata a ti mismo, los afectos te atan a los otros. No entendí muy bien qué me quería decir con la palabra dignidad. Ante mi perplejidad me explico que la dignidad tiene sentido cuando existe una visión, un proyecto de lo que queremos ser. Así, parecía que me quería decir que toda acción que se aleje de los márgenes de nuestro proyecto personal se podría considerar indigna. En el fondo me explicaba que la dignidad se relaciona con los valores que asumimos explícita o implícitamente. Al final entendí que la pasión es el resultado de asumir que existen determinadas realidades valiosas por si mismas. Me preguntó: ¿qué hay de valioso en su vida?

Me desperté ante la pregunta de mi médico y acaricié a mi mujer. Entreví como sus pechos se triangulaban perfectamente con su sexo. De pronto sentí que ella era valiosa, que habíamos hecho el amor más de mil veces y que quería hacerlo otras mil. Como profesional de la medicina me he percatado que lo que tenemos no se valora tanto como lo que perdemos. Creo que el capitalismo, que asume el consumismo desaforado como su principal motor, ha captado una de las certezas más inamovibles de la naturaleza humana: somos insaciables y el hartazgo nos hace abúlicos. He visto algunos pacientes que saben dosificar sus deseos, que renuncian a la plenitud en aras a la serenidad, pero la mayoría somos humanos, demasiado humanos. Toda borrachera se acompaña de su reseca. Me molestan los quejumbrosos, los que no asumen el precio de la plenitud. Si subes alto tienes que bajar. Definitivamente, no estamos preparados para las alturas. Tenemos la esperanza que Dios pueda morar en las alturas sin marearse.

Volvía a dormirme. Otra vez en mi sueño me veía como médico y como paciente. Pensar es dialogar con uno mismo. Cuando uno piensa no puede escaparse de sus propias sombras. No tenemos la capacidad de evadirnos de nuestro propio contexto, no podemos ser objetivos. Como sujetos estamos sujetados a nuestras grandezas y miserias. Sólo existe la realidad que somos capaces de construir. De repente los destellos de lucidez me han atravesado; mi objetividad estriba en la conciencia que estoy subyugado a mis propias representaciones.

El médico, que olvidó por un momento su objetividad, permitió que mis dos grandes amores se me acercaran. Con ellas tuve la experiencia física de la dignidad. Mi mujer me acariciaba la frente, mientras mi hija me abrazaba. Sentí que sus afectos se conjugaban con mi pasión por comprender y sentir el sentido de mi vida.

Continué soñando, pero no puedo acordarme. Ahora, se que estaba a duermevela, en ese estado simpático que me ha proporcionado un conocimiento más allá de lo puramente fenoménico. Por primera vez he alcanzado algo semejante a la noésis platónica. Ya no podré olvidar que en mi identidad anidan tanto pasiones como afectos. No dejaré de ser un mendigo que reflexiona, pero gracias a Dios podré seguir soñando.