domingo, 13 de septiembre de 2009

LA ILUSIÓN POR LA INDEPENDENCIA

Tocqueville en su “Democracia” entiende que en el “hombre democrático actúan incesantemente dos pasiones opuestas; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres”. Parece que estás dos inclinaciones contradictorias nos definen y nuestro único consuelo es elegir a las personas que nos tutelan (los que nos conducen adquieren la autoridad para gestionar gran parte de nuestras libertades individuales).
Ufanos por vivir en un sistema democrático nos apenamos por aquellos que viven en sistemas totalitarios. Pensamos que un sistema totalitario erradica las libertades individuales en nombre de una supuesta ideología redentora y nuestra supuesta paz nos posterga en una plácida superioridad moral. No cabe duda que el poder tiránico desprecia a sus súbditos al comprenderlos como “objetos”, con la única la utilidad de servir como una pieza más de un engranaje que responde a los designios de unos dignatarios sin dignidad. Así, sentimos que nuestro sistema democrático al tratarnos como “sujetos” atiende a nuestro deseo de permanecer libres, pero al no poder dejar de sentir el vértigo por nuestra independencia exigimos a nuestros dirigentes que nos aseguren nuestro futuro.
Permanecer libres implica la posibilidad de decidir, de escoger nuestro propio modo de vida entre distintas opciones. Así la pluralidad es un prerrequisito que a primera vista parece antitético al pensamiento único. En el trasfondo de la globalización económica se produce una homogeneización de valores que permite una nueva tiranía dulce y dúctil. Parece que acostumbrados a estar excesivamente protegidos se desvanecen nuestras ilusiones por la independencia personal. Nos doblegamos en nombre de una supuesta comodidad material que adormece nuestro espíritu.
El descontento generalizado es la espoleta que nos impele a buscar nuevas alternativas, a comprender que nuestra independencia personal se difumina en los innumerables esfuerzos diarios para sobrevivir en una sociedad que nos exige una inquieta actividad. Mientras la inquieta actividad en las sociedades democráticas implica un movimiento aparente, la auténtica independencia personal exige “un individuo que no permanece encerrado en el círculo de su tesis, que no teme poner en duda sus iniciales afirmaciones y es capaz de perder de vista las referencias que había fijado”. La independencia personal exige entrecomillar nuestra herencia, nos permite sentir que no decide el destino, si no el carácter.
Nos podemos preguntar: ¿no cabría pensar que la libertad no es más que una ilusión: la ilusión por la independencia? Una respuesta perspicaz sería entender que somos libres de escoger nuestras propias esclavitudes, que condenados a vivir enjaulados escogemos la jaula que se adecua a nuestro carácter. Realmente no podemos escapar de nuestras propias ilusiones y dependencias. El peligro en las sociedades democráticas es que la libertad desaparezca bajo el poder social, que nuestras dependencias destrocen nuestras ilusiones.
La propuesta es que sólo el deseo de conocer puede afrontar el riesgo de que el pensamiento se petrifique en sistema, o, formulado de otra manera, que sólo en el riesgo podemos encontrar recursos contra los riesgos que esconden el pensamiento o la libertad. Es obvio que en la propuesta subyace la idea que sin la inquietud del pensamiento no podremos alcanzar nuestra independencia personal.
La mayoría de las ideologías redentoras se asientan en una teoría del progreso y en nombre de la certeza de unas creencias inquebrantables nos exigen sacrificar nuestra autonomía. Una auténtica independencia personal exige tener conciencia de la ambivalencia de cualquier innovación, de la imposibilidad de encontrar la solución definitiva. ¿No cabría pensar que la ilusión por la independencia es lo que realmente nos puede definir como parcialmente libres? Quizá el miedo con sutileza y persistencia lacera desde nuestra tierna infancia el instinto por la independencia personal.