jueves, 6 de marzo de 2008

El placer

“Dicen que todo ser viviente experimenta dos afectos: el placer y el dolor; el primero es conforme a la naturaleza, el último le es extraño. Con su ayuda, podemos distinguir entre las cosas que hay que elegir y las que hay que evitar.”

Diógenes Laercio, X, 34

Una tradición nada desdeñable sostiene que lo placentero es bueno; y lo doloroso, el mal bajo todas sus apariencias. El placer entra en la categoría de los sentimientos y es concebido como atención afectiva, es de modo complejo, estado y acto a la vez. A propósito de la asignatura podemos plantearnos una versión homeostática para entender que el placer no aparece como dato primordial: “hay que comer para vivir y no vivir para comer”. El placer por el buen comer sería un acompañante secundario a la necesidad de alimentarse. Con todo, solemos creer que el placer es una necesidad en los seres evolucionados y pensamos que el “hombre ha nacido para el placer”. Como afirma Spinoza “… si nos esforzamos hacia una cosa, la queremos y tendemos hacia ella por apetito o deseo, no es porque la consideremos buena: la consideramos buena porque nos esforzamos hacia ella, la queremos y tendemos hacia ella por apetito o deseo”. Nuestro comportamiento –aproximación o huida- no está separado del sentimiento de placer o aversión. De ello se deriva que el placer y el dolor son sentimientos primordiales que ayudan a la facultad de actuar de nuestro cuerpo. El placer como la aversión tienen un carácter dinámico, así el placer acerca, el dolor aleja. Herbert Spencer concede al placer un papel protagónico en la adaptación frente a la selección natural. Parodiando a los “conductistas” podríamos plantearnos que no hay más recompensa que el placer resultante. Sostengo que si pensamos que la “felicidad” significa placer o euforia nos tardaremos en familiarizarnos con la infelicidad. El placer momentáneo no es lo mismo que la alegría duradera y parece ser que la moderación (prhonesis para Aristóteles) es la divisa que tendría que imperar en una psicología de la salud efectiva. Soy consciente que los pensadores griegos están atravesados por la cuestión teleológica (todo tiene un fin natural) y como tal no tienen las dificultades que nosotros tenemos. Nosotros hemos expulsado el paraíso de nuestro horizonte habitando en unas tinieblas que nos hace difícil situarnos en un punto medio (ni siquiera sospechamos en dónde están los límites). Kant entendió la idea del límite cuando en la introducción de la Crítica de la Razón Pura plantea “la ligera paloma al surcar los aires notó la resistencia del aire; la ligera paloma pensó que sin el aire podría volar mejor, pero es gracias al aire que puede volar”. La conciencia del límite permite el ejercicio de la prudencia, de la moderación del placer y del sufrimiento como materiales constructivos de la felicidad. Es Wittgeinstein quien afirma que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” y “que inventar un lenguaje es inventar una forma de vida” quién descubre que estamos atrapados por nuestro propio discurso. Eugenio Trías (“Meditación sobre el poder”) ha reflexionado en base a la idea de límite: “Nada sabemos acerca de nuestro poder porque ignoramos el límite de nuestras propias capacidades. No sabemos hasta dónde llega ese límite, o en general no sabemos si hay o si no hay tal límite”.

El placer no es una sensación exclusiva de los seres humanos, pero a diferencia de los animales, en donde el placer es inseparable de la acción, en los hombres puede ser devuelto a través de la palabra. Hay un claro parentesco entre lenguaje y acción, que nos conduce a comprender la estructura lingüística del pensamiento humano. Nuestro comportamiento esta mediado por nuestros propios relatos. Los relatos dependen en gran medida de las peculiaridades de cada cultura, así nuestra concepción del placer o el dolor esta inmiscuida por factores culturales y sociales. Sin obviar las estructuras biológicas subyacentes, la percepción tolerable tanto del dolor como del placer es un acontecimiento histórico y social.

LA FELICIDAD: FACULTAD DE LA IMAGINACIÓN

“La felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación”

Kant

Wittgeinstein sostuvo que no hay premisas lógicas para la felicidad. Apelar a la razón para que un ser humano se afane por ser feliz o adopte conductas saludables puede resultarnos frustrante. Nuestro cerebro es fundamentalmente metafórico y narrativo. Pienso con Elster (“Tuercas y tornillos”) que los seres humanos sienten un fuerte deseo de tener razones para lo que hacen y les resulta duro aceptar la indeterminación.

Para los pensadores griegos la eudaimonia (buen destino, buena suerte) hacía referencia a condiciones externas, mientras el placer se asociaba a unas buenas condiciones mentales (una mezcla de jara, que designaba la buena disposición del espíritu para gozar y eufrosine, que hacía referencia a un temperamento alegre y sereno). Las narraciones dibujan la eudaimonia, mientras la eufrosine es el acicate que nos permite situarnos en la gama de matices permitidos. El miedo proviene de una desgraciada eudaimonia y la felicidad sería una lucha implacable contra el miedo.

En la antigua Grecia se asoció la felicidad a la buena suerte, pero Demócrito fue uno de los primeros que entendió que en gran parte proviene de nuestra estructura mental. Así, en la actualidad para la psicología humanista o para Wittgenstein la felicidad es un experimento no una teoría. La importancia de Demócrito estriba en señalarnos lo que la psicología actual ha debatido profusamente: el miedo nos paraliza y para aprender a nadar en un mar de felicidad te tienes que tirar al agua. Luchar contra el miedo ancestral es un modo no sólo de plantearse una psicología positiva, si no también un determinado tipo de medidas para la promoción de la salud.

Aristóteles identifica tres formas de vida con la felicidad: voluptuosa, política o teorética. Piensa que como seres pensantes la vida teorética es la que nos corresponde y, por lo tanto, la areté (virtud) consiste en el control del deseo. Una visión jerárquica que nos conduce a plantearnos la existencia de una razón conductora y ordenadora, expulsando a todos aquellos que no tengan capacidad para pensar (niños, enfermos mentales, en su tiempo las mujeres…). Es necesario el pensamiento porque la virtud moral consiste en buscar el término medio entre dos extremos. Considera que los “hábitos son una segunda naturaleza” y, por consiguiente, sus reflexiones nos recuerdan a la psicología conductista que recomienda no tanto variar las ideas para poder actuar de una manera distinta, si no cambiar nuestra práctica dando por hecho que la ideología se adaptará a su nueva realidad. Me parece pertinente en nuestra asignatura plantearnos “si quieres cambiar actúa como si el cambio ya se hubiese producido (cambia de actitud y cambiarás de conducta… cambia de conducta y cambiarás de actitud).

Para Epicuro la felicidad tiene dos fuentes: la ausencia de dolor corporal y la tranquilidad de espíritu. Es un materialista que persigue un tipo de felicidad que tiene que ver más con la tranquilidad de una conversación en el fresco que con una orgía desenfrenada. Como Maslow diferencia entre las necesidades deficitarias y las necesidades de crecimiento, reivindicando la necesidad de una buena disposición mental que hasta nos puede incluso contrarrestar el dolor físico. En definitiva, la felicidad es un aprendizaje y su lema es ¡atrévete a gozar¡. La necesidad de la filosofía, tanto para jóvenes como para viejos, viene dada por comprender que hay placeres que provocan más desosiego que deleite (“comer poco y digerir bien”). Una vez más, la idea rectora de la razón y la necesidad de unos hábitos para aquellos que no tienen la razón suficiente para discernir el “justo medio” es la espoleta necesaria para una vida feliz y saludable. Nietzsche, admirador de Epicuro, nos transmitió la idea que “cada uno tiene la verdad que es capaz de soportar” y, por consiguiente, hay abismos a los cuales sólo pueden acceder unos pocos, mientras la mayoría tiene que vivir plácidamente en la orilla. La colectividad puede tener información, pero el conocimiento es un patrimonio de aquellos que se atreven ir más allá de las apariencias. Las apariencias pueden ser más útiles que las profundidades, pero inevitablemente menos intensas (el poeta acierta cuando afirma que envejecer es liberarse de las apariencias). La desgracia de Nietzsche es ilusionarse excesivamente con la verdad, aunque su lucidez le enseño que las ficciones son necesarias. Esta conciencia de la ficción (encantamiento) para ser feliz está interrelacionada con la idea antes mencionada del carácter narrativo de nuestra mente.

Se atribuye a Séneca la idea “nadie me parece más infeliz que aquel que no ha sufrido nunca una desgracia”. Parece claro que la felicidad es una conquista y no hay colonización sin desgracias. Ulises sufrió años de cautiverio y como arquetipo de viajero y navegante se contrapone aquel que en la domesticidad de su prisión descubren las verdades más elementales de la existencia. La tradición oriental en su insistencia nos ha transmitido la siguiente pregunta: ¿Por qué buscamos fuera una felicidad que se encuentra dentro?. Esta idea defendida por un empirista acérrimo como Berkeley, “esse est percipi”, me parece una argucia para santificar el “status qua” e inhabilitarnos para la acción. La fuerza creadora de todo prisionero se alimenta del sueño recurrente de serrar los barrotes de su prisión. Ciertamente es fácil cambiar de opinión, pero es muy difícil modificar la estructura psicológica sobre la que se construyen las creencias. Como Ortega afirma “en las creencias estamos y las ideas las tenemos”. Sospecho que nuestras conductas en gran parte se basan en las creencias, pero alimento la esperanza que las ideas pueden transformar en parte nuestras creencias.

En la antropología cristiana la idea de viaje se asocia a la felicidad. La vida terrenal es un tránsito de prueba para acceder al cielo, al paraíso, a la eternidad. Aunque Horkheiner afirma con lucidez que “cuando se secan los manantiales de la utopía surge la barbarie”, la cotidianidad en multitud de ocasiones ha sido aplastada en nombre de unos ideales letales. Huir del mundo terrenal puede reconfortar, pero sin duda causa dolor e injusticia a la mayoría. La tesis de Max Weber sobre las “paradoja de la consecuencias” nos puede servir para comprender como los objetivos de una teoría pueden conducir a unos efectos no previstos. Para el sociólogo alemán el dogma de la predestinación del calvinismo confirió un ethos al capitalismo. El calvinismo presupone el paso de una ética extramundana a una ética intramundana: así lo que en principio conduce a la santificación con lo dado en la realidad produce un esfuerzo denodado por demostrar en la vida cotidiana que formamos parte de los elegidos. Entender la felicidad en una inmanencia sin trascendencia es un proceso que todavía se esta produciendo en nuestras sociedades secularizadas (con todo la realidad es tozuda y los extremismos demuestran que una inmanencia chata no satisface a la mayoría).

Para Santo Tomás el dolor es un sentido que se sufre de la división. En base a una teología entiende que el hombre es un ser escindido y roto que se afana por reencontrar en Dios la unidad y la belleza absolutas. Es útil en nuestra asignatura rescatar la idea tomista que el primer efecto psicológico del dolor es anular la posibilidad de aprender. El adagio repetido de “las letras con sangre entran” o la “para lucir hay que padecer”, nos lo podríamos replantear: para Santo Tomás el dolor interior o la tristeza, si es muy fuerte, puede aniquilar la actividad de la razón y provocar una inmovilidad absoluta del alma y el cuerpo muy próxima al aislamiento. Para Santo Tomás la tristeza es la peor pasión que puede afectar a la vida de un hombre. En la actualidad Gilles Lipovestky (“La era del vacío”) afirma “los individuos aspiran cada vez más a un desapego emocional, en razón de los riesgos de inestabilidad que sufren en la actualidad las relaciones personales” (pág 76). El peligro del aislamiento que señalaba Santo Tomás se ha amplificado en nuestros días. A la par de la privatización de los sentimientos –resulta incómodo exhibir las pasiones, declarar abiertamente el amor, manifestar con demasiado énfasis los impulsos emocionales- el miedo moderno a envejecer y morir es constitutivo del neo-narcismo. El individuo se encierra en el dolor sin ningún apoyo trascendente y sólo con la imaginación puede dotar de sentido al dolor. Si despojamos al marqués de Sade su exhibicionismo y obscenidad podemos entender su fundamental enseñanza: el principio de placer se rige sobre todo la imaginación