sábado, 19 de abril de 2008

El primer día para María

Un capítulo de una novela incipiente,


“¿Acaso lo que deseáis es estar juntos lo más posible el uno del otro, de modo que ni de noche ni de día os separéis el uno del otro?. Si realmente deseáis esto, quiero fundiros y soldaros en uno solo, de suerte que siendo dos lleguéis a ser uno, y mientras viváis, como si fuerais uno solo, viváis los dos en común y, cuando muráis, también allí en el Hades seáis uno en lugar de dos, muertos ambos a la vez.”

Platón. Banquete.

Conocí a Julián un luminoso día de abril en La Habana. El sol cubano es magnánimo y cruel, del mismo modo que te cuece, te enardece. Me pareció alto y desgarbado. Con su paso cansino deambulaba por al malecón. Me impresionó su forma de contemplar el océano, era la viva estampa de la melancolía. Sus ojos profundos reflejaban el abismo.

Vivía y estudiaba arquitectura en La Habana, hacía el amor de vez en cuando y dormía mucho. Me gustaba estudiar en una ciudad que se derrumbaba, que mostraba como la aristocracia de antaño había huido después que un barbudo tenaz decidió ser el artífice de un nuevo mundo. No me interesaba la política, aunque vivía en la ciudad más política del mundo. Todo estaba impregnado de consignas contra un poder omnímodo que apenas estaba a noventa millas de sus costas. Yo no entendía de revoluciones y menos aún una revolución que empezó cuando todavía yo no había nacido. Me hablaban del histórico 1959 y en aquel año mi madre tuvo su primera menstruación. La primera vez que supe de la existencia de Cuba fue a los siete años cuando Mónica me enseñó una fotografía de un médico argentino que se hizo cubano. Mónica lo llamaba su asmático preferido. Me impresionó la mirada del Che y sólo en mi mazapán Julián he visto algún atisbo de esa forma de mirar el mundo.

Mónica ya tenía unos incipientes pechos que prometían grandes placeres para los machos. Sus hormonas revoltosas estaban sincronizadas con la revolución que emprendieron los valerosos de la Sierra Maestra. Ella quería pasar a la historia como la mujer de un barbudo, pero luego se casó con un médico de pueblo que su principal encanto era ser un asmático persistente.

Al principio pensé que la resistencia era una forma de defenderse, pero pronto descubrí que era un modo de vivir de unas elites paranoicas. Debo confesar que creo que todos los políticos son unos paranoicos. Un paranoico es aquel esta excesivamente pendiente de lo que dicen sobre él, que vive en constante lucha contra todos sus semejantes. A un político se le exige estar en guardia, como si su vida fuera un apéndice de su oficio. Pienso que el político fanático puede justificarse, pero detesto al que solo vive para lucrarse. Me gustan los servidores públicos vanidosos e ilusos, que son los que sienten impelidos por una razón superior a dirigir a unas masas inertes. Son esos escogidos líderes naturales, que pueden subvertir el orden establecido, los que me fascinan. Desgraciadamente la mayoría son gestores sin alma.

Amé a Julián desde el primer día que lo conocí en el malecón. Poseía el carisma redentor de un derrotado, de un alma que sacrificaba su talento en aras a una cierta estabilidad mental. Mi dulce era un despojo de su grandeza. Tenía la fuerza contenida, parecía imperturbable en razón de su mismo fuego interno. Durante los años que hemos vivido he intentado foguear la mecha incendiaria que se desvela cuando se relaja, pero nunca lo he conseguido. He buscado sus fisuras sin encontrarlas. Cuando me acercaba se escondía como un caracol precavido. Nunca he sido capaz de provocarle. Cuando murió su padre no fui capaz de entender que el hecho de desaparecer era lo que realmente le interesaba. Durante ese tiempo él necesitaba ruido. Aprendí que le fascinaba la muerte con la misma intensidad que a mi me excita la vida. Me ha querido durante tres años, aunque nunca ha sido capaz de amarme. Siempre me decía que a la realidad le gusta ocultarse.

Rompí con los roles que me había enseñado mi madre. Para ella la mujer debe esperar o seducir, nunca agredir. Siempre me he comido la vida sin vergüenza, como si fuera el primer bocado de la mañana. Mi dulce madre se encargó de repetirme hasta la saciedad todo aquello que hace que la vida sea un tránsito penoso. Ataba sus pasiones con la fuerza de una supuesta moral redentora. Mis demonios son ágiles y esquivos, se transvierten sin pudor. Aunque encontrase las cadenas más inquebrantables no podría amordazarlos. Cuando dejé la adolescencia decidí hacerme amiga de mis propios demonios. El demonio uterino con sus contracciones asimétricas me empujó a preguntarle a Julián qué hacía tan alejado de su mundo.

Recuerdo que me miró y pensé que le encantaba la tersura de mis pechos. Después supe que se fijó en mi coño, en lo que él poéticamente llamaba el triángulo enigmático. Los cursis siempre afirman que cuando conocen a una mujer se fijan en las manos o en los ojos, a mi me gustan los que se obsesionan con aquello que no poseen. Me fascinan los hombres que se fijan en los pechos, en el culo o en el coño.

Yo no pensé en su pene, en el fondo las enseñanzas de mi madre no fueron baldías. Me detuve en su mirada lánguida, en su desvalimiento. En aquella época hacía el amor con un hombre lo más parecido a un toro, lo recuerdo como un semental que embestía a cualquier saya. Ansiaba conocer a alguien con quien poder hablar, mi negrito no era más que una máquina exacerbada.

Recuerdo milimétricamente sus palabras: el atardecer melancólico se me ilumina con tu presencia. Llevaba unos pantalones blancos que traslucían unas piernas musculosas y peludas. Saboreé su animalidad diciéndole que siempre había deseado a un hombre bien sostenido. Me invitó a un café en el Nacional.

Nunca había entrado en el hotel más famoso de la ciudad de La Habana. Me sentía ajena a los turistas que compran con dólares, prohibitivos para la mayoría de los habaneros, la belleza de la isla grande de las antillas. Yo soy europea, pero nunca fui turista. Fui a construir un hotel en la habana vieja y me encantaron los torsos desnudos de los mulatos que subían unos ladrillos de ínfima calidad por las escaleras vetustas y peligrosas. Yo me soliviantaba con todos los proveedores, pero pronto aprendí el argumento que la ineficacia es el precio de una educación y sanidad universales.

El tomó una cerveza y yo no pagué mi mojito. Hablaba de política cubana con propiedad, al menos parecía que era un experto de esos que salen en la tertulias televisivas. Creo que los medios de comunicación adoctrinan a los ciudadanos para que adquieran convicciones adecuadas a los intereses de los poderes fácticos. Sólo se justifica lo necesario y deliberadamente se oculta aquello que molesta, que no permite la perpetuación de un orden conveniente. Julián parecía un consultor de esos escasos políticos que pretenden que sus gobernados concedan autoridad a su mandato.

Los intelectuales son unos atormentados, siempre se mueven en dilemas que nunca resuelven. Yo los disuelvo, al igual que una experta en brebajes pongo la dosis adecuada de cada componente para atinar con un sabor agradable. Julián me pareció un obsesivo, de esos que se fijan exclusivamente en los componentes intelectuales. Son aquellos que dan vueltas como una peonza que se desliza en círculos concéntricos.

El barbudo envejecido es la persona más idealista que he visto. En sus discursos inacabables se refleja cómo la virtud del idealismo se transmuta en el vicio del aislamiento. Vivir es pactar, es dejar de ser uno mismo para reflejarse en el espejo del otro. El comandante es un estadista idealista, mientras Julián es un intelectual idealista. Ambos comparten el motor incombustible de las ideas y curiosamente ambos son un fracaso.

Juan, mi casero y compañero de trabajo, es un soplo de aire fresco. Todo lo que le ocurre cree que es parte de un destino forjado por un hacedor que lo cuida y lo mima. Con él he aprendido que es mejor no plantearse demasiadas preguntas. Me ha enseñado que la mayoría de las teorías vertidas a lo largo de la historia son meras excusas de unos lacayos que pretenden legitimar el poder. Su escepticismo me enardece, pero nunca podría enamorarme de un tipo que no pretenda usurpar parte de la fuerza que siempre se ha reservado a los dioses. Me enamoré de Julián por su fuerza divina.

Los ojos de Julián son anodinos. Su boca es carnosa, sensual y femenina. Me fijé en su mentón, prominente y descarnado. Estoy segura que nació para pensar. Yo he nacido para amar. Sus manos eran filosóficas, nudosas y pobladas de un vello muy masculino. Era tan hirsuto que pensé que podría ser un modelo para las maquinillas de afeitar desechables que vendían cada dos meses en colmado de mi amiga Valeria.

Valeria es mi tendera y amiga. Fogosa y sabedora de sus virtudes utiliza a los hombres como carnaza de despiece. Los enamora, con artes que aprendió de los santeros cubanos, para triturarlos. Ansia el poder del vencedor que es capaz de humillar a sus victimas sin pestañear. Hoy sé que Valeria hubiera diseccionado a Julián en dos minutos, pero el primer día que lo conocí pensé que era el único hombre capaz de enfrentarse a la fuerza de Valeria.

El amor es una fantasía que fenece, es el ruido que se enfrenta al silencio. La condición del ruido es el silencio. El origen del universo es el mutismo que por una supuesta concentración de energía expande su murmullo hasta los más recónditos confines. Sé que la vida es ruido, así mi dulce es el origen mismo, la primera gran concentración.

Valeria odia la quietud, para ella la vida es el bullicio. Cuando la conocí pensé que era la viva estampa del caribe, poco a poco descubrí que su energía era una cortina de humo. Ella quiere ser querida sin ser herida. Amar es herirse, abrirse para ser asediado sin escudos con los que protegerse.

Juan no se parece nada a Julián. Juan es gordote, lampiño y de pelo ralo. Juan no me excita, Julián me humedece. Realmente, no me interesaba la muerte de Fidel, sólo sé que tenía ganas que diera un beso con sus labios femeninos. Se mantuvo firme hasta el final. Me hubiera gustado que se dejara de tantas patrañas políticas.

No fue capaz de abrir su corazón. Hubiera deseado que me relatara sus sueños, sus ideales femeninos, o, sencillamente que me hiciera sentir su escogida entre todas las mujeres. Cuando me fui pensé que estaba enamorada de Castro, que la misión de su vida era saber cómo podía mantenerse tantos años en el poder.

Los islandeses no tienen complejos porque son vikingos, paganos y ricos. Los cubanos no tienen prisa, son remolones y pobres. Julián es más islandés que los vikingos. Siempre he soñado con enamorarme un latino sin complejos, que es rico porque es pagano. La riqueza es un término hueco sin un marco de referencia. El primer recuadro es el momento histórico. Los ricos de hoy no tienen nada que ver con los de ayer, y supongo que los de mañana no se reconocerán en sus progenitores. La riqueza puede ser un objetivo de la política, pero tengo serias dudas que los políticos sean responsables de la felicidad de sus súbditos. Para mi dulce, el objetivo de la política no es propiciar la felicidad de los ciudadanos, si no lograr que la infelicidad sea una elección exclusiva de los que desean buscar un sentido pertinente a la existencia humana. Siempre me decía que algunos heredan la felicidad como otros heredan haciendas o joyas. Siempre repetía aquello que la mejor herencia es un buen carácter, como si envidiase la sonrisa perenne de los niños cubanos. Admiraba las callejuelas de la habana vieja con los niños harapientos que jugaban con una pelota que apenas votaba. Julián era pagano, pero pobre. Recibió una herencia envenenada de su padre; “la vida es dura y esta repleta de buitres que han olvidado que se alimentan de carroña, y son tan osados que pretenden comerse a los vivos”. De su padre Julián, heredó la infelicidad, la creencia que la mejor forma de sobrevivir era parecer un muerto para evitar que los carroñeros le acechen. Rompió el silencio cuando murió su padre. Ahora que escribo las sensaciones del primer día que lo conocí, comprendo su magnetismo. Una fuerza que deviene de una naturaleza agazapada, encerrada en una herencia maldita.