martes, 17 de agosto de 2010

EL PERDEDOR EN LA ECONOMÍA CAPITALISTA

“La ira es necesaria: de nada se triunfa sin ella, si no llena el alma, si no calienta el corazón: debe, pues servirnos no como jefe, sino como soldado”
Aristóteles en el tratado “Acerca del alma”

Homero, más tarde Heráclito y, mucho más tarde Hegel, creía que la guerra era la madre de todas las cosas. Cuando nos encolerizamos dejamos de ser prudentes, de comportarnos éticamente. La prudencia, como virtud ética, exige contener nuestra ira. Erradicar la ira puede resultar una quimera, en cuanto las necesidades psicológicas de autoestima y de afán de reconocimiento son sustanciales a nuestra naturaleza. Así, el arranque de ira se produce cuando se nos priva por parte de los otros del reconocimiento (ira extrovertida) y cuando me deniego a mí mismo de lo valioso a la luz de mis ideas (ira introvertida). Los estoicos trasladan la lucha del reconocimiento totalmente hacia dentro, la auto-aprobación interna debe bastarle al sabio. El polo de la autoestima que propone la escuela estoica presupone que el individuo no tiene ningún poder sobre el juicio de los otros y, por consiguiente, debemos aspirar a liberarnos de todo aquello que no sea nuestro propio reconocimiento.
Más allá de la autoestima parece que es una regla general el deseo de ver confirmada la conciencia del propio valer en los otros. Así, el polo del afán por el reconocimiento de los otros a menudo significa ni más ni menos que el intento de apoderarse de una ilusión. El problema reside en que la ilusión por el reconocimiento de los otros no es inocua, en cuanto afecta a nuestra forma de vivir y de relacionarnos los unos con los otros.
Cuando no se canaliza la ira surge el resentimiento. Fue Nietzsche, como apóstol de la animadversión, que insistió en la generalización de un resentimiento latente que proyectaba el deseo guardado de venganza. Los impulsos eróticos como la avidez, el deseo de poseer o el impulso de incorporación son sustituidos por la exigencia del reconocimiento y de la propia estimación.
La exigencia del reconocimiento y de la propia estimación no deja de ser una forma dulcificada del orgullo; ¿Podríamos sostener que estamos en una economía del orgullo? El orgullo sería una rémora para el capitalismo si entendemos que su lógica intrínseca es la necesidad constante de beneficios. Por otra parte, el triunfo apoteósico de la economía capitalista -que produce una sociedad satisfecha- exige otra dinámica para su constante progreso. Este nuevo régimen de funcionamiento apela más al depósito de la envidia que a la avidez personal.
La envidia se relaciona con el orgullo en cuanto ambas pasiones atienden tanto a la ira interna como a la externa. Al difuminar las barreras entre los señores y los siervos ha surgido la figura del perdedor. Un perdedor puede asentarse tanto en una baja autoestima como en la carencia de reconocimiento. Insuflado de ira, el perdedor se autodestruye o ataca de una manera furibunda a sus semejantes.
La ira de los marginados ha propiciado el surgimiento de una política de seguridad para defender las reglas de juego. En gran parte los líderes políticos y económicos actuales lo son en cuanto son capaces de contener o encauzar la ira de los perdedores. Los que se apoltronan en su cómodo sillón exigen la ira de los soldados, mientras los marginados mastican su propia ira suicidándose o aniquilando a los que consideran sus enemigos.
Nos podríamos preguntar; ¿es posible una economía capitalista sin perdedores? En nuestra naturaleza dúctil y maleable, que va forjándose a través de nuestras vivencias, se nos ha inculcado que no hay peor desdicha que ser un perdedor. La ilusión mágica del capitalismo es que los perdedores de hoy pueden ser los ganadores del mañana.