martes, 13 de julio de 2010

CONSUMOTERAPIA

Parece que nuestros tiempos se definen por la proliferación de innumerables terapias para atenuar o erradicar el sufrimiento que nos produce nuestra peculiar “forma de estar en el mundo”. Podemos dedicarnos a diseccionar nuestra “forma de estar en el mundo” para comprender cómo determina nuestra “forma de ser”. La mayoría de las ciencias humanas y sociales escudriñan los hechos para ofrecernos una determinada comprensión de nuestra idiosincrásica “forma de estar en el mundo”. Una asepsia científica honesta nos impediría ir más allá de la interpretación de los hechos, pero parece que nos empecinamos por comprenderlos.
Comprender implica atreverse a perfilar nuestra “forma de ser”. El auge de las terapias paliativas o redentoras se puede explicar desde la necesidad de atender a nuestra “forma de ser”. Así, la mayoría de las terapias trazan sus prácticas con el propósito de adentrarse en nuestra textura intima. Si fuéramos maliciosos podríamos pensar que al no ser capaces de cambiar nuestra “forma de estar en el mundo”, lo que hacemos es adecuar la “forma de ser” a la “altura de los tiempos”. Por otra parte, delinear las fronteras entre el “ser” y el “estar” no deja de ser un ejercicio intelectual, pues la mayoría de nosotros cuando atendemos a lo que sentimos se nos hace difícil distinguirlos.
Nuestros tiempos atribuyen una importancia significativa a comprar bienes y servicios, a obtener la satisfacción o felicidad a través de cosas que pueden comprarse. El hecho de que muchas veces se considere una buena terapia para recuperar el buen humor el ir de tiendas es revelador. No es una perogrullada comprender que el consumismo no existiría si no implicara auténticas satisfacciones, aunque parece ser que cuando se exagera transmuta nuestra “forma de ser”.
El problema del consumo es su pauta global. Se ha destacado que el 20% más rico de la población mundial es responsable del 86% del gasto privado total del consumo. Así, nos encontramos con una “brecha de desigualdad”, que define el paisaje de nuestros pueblos. Los grandes consumidores (el 20%) se resisten a cambiar su “forma de ser”, mientras que la mayoría de los desheredados aspiran a una determinada identidad a través de su consumo.
Schopenhauer afirmó “que la riqueza es como el agua del mar: cuanto más se bebe, más sed se tiene”. Aunque la base ética del capitalismo es la aceptación que los individuos posean riquezas y acumulen capital, parece ser que a la mayoría nos motiva más la anticipación cognitiva de un provecho futuro, que la posesión de un pasivo sustancioso. Aristóteles definió la riqueza como “todo lo que el dinero puede comprar”. Siguiendo al estagirita podemos entrever que el que no gasta está igual que el no tiene recursos para gastar: los dos son pobres. El triunfo apoteósico de la consumoterapia se asienta en que la verdadera medida de la riqueza no es lo que se tiene, sino lo que se gasta.
La base ética del capitalismo asume que los individuos posean capital y acumulen riquezas. Max Weber estudió los cimientos éticos del capitalismo atendiendo a que los ideales -no sólo las condiciones materiales- determinan nuestra conducta económica. El deber ético del capitalista era producir riqueza y, por consiguiente, rechazaban a los groseros hedonistas. Hoy en día son pocos los que consideran un “deber ético” la producción de riqueza, mientras son mayoría los que aspiran a un consumo privado y sin límites de sus bienes.
No cabe duda que podemos argüir que las condiciones materiales prefiguran nuestros ideales, pero asumir “que nos definimos más por lo que anhelamos, que por nuestras necesidades reales” no es una tesis descabellada. Así, la mayoría de las personas anhela un mayor bienestar, aun cuando el aumento de la riqueza no mejore su estado psíquico (Jason Zweig informó en 2007 de que ocho de cada diez personas que se habían hecho millonarias con la lotería, seguían comprando periódicamente boletos a pesar de su súbito enriquecimiento).
Los psicólogos denominan al dinero el “refuerzo secundario”, es decir se trata de un comodín que nos permite satisfacer nuestras necesidades primarias (sexo, alimentación, reconocimiento…). El dinero nos ofrece la promesa del consumo y como las religiones –con su promesa del paraíso- tienen el poder de santificar nuestros anhelos.