miércoles, 31 de octubre de 2007

LA AUSENCIA DE SOFÍA

Se acercó sigilosamente para susurrarme que todo podría haber sido de otro modo. Parecía que no le preocupaba demasiado cómo hubiera sido nuestro final, si no nos hubiéramos mudado de aquel cuchitril del casco viejo. En sus entrañas no cabía espacio para la nostalgia, siempre vivió como si el pasado no hubiese existido.

Fui consciente de su magnetismo la primera vez que la vi en aquel andén destartalado de la estación de Francia. No era su apariencia lo que me fascinó, me conmovió una mirada lánguida que atenazaba una fuerza titánica inexplicable y que parecía que podía perforarme en cualquier instante. Yo siempre había soñado con un puzzle compuesto por las diferentes piezas, y me resistía a reconocer que, cuando uno elige a una mujer, no deja sino de escoger una pieza sin conocer cómo encajaran las distintas partes. ¡Bendito desconocimiento! Nos impele desesperadamente a las aventuras más insospechadas y nos evangeliza para ser meras marionetas de nuestros propios deseos.

Era una mujer inédita, y poseía la magia que mi abuela anheló en ochenta años y nunca consiguió. Tuve el presentimiento de que era la mujer que podría iluminar mis noches y oscurecer mis días. Aunque reconozco con la tristeza del adulto que no es el puzzle que había soñado en mi infancia sonámbula y taciturna; la ingravidez de su ausencia me resulta abismal.

Reconstruir la historia del primer encuentro es el peor modo de hurgar en una herida que insistentemente supura y no encuentra el antídoto para ser cicatrizada. Las palabras no son inocuas porque nos hunden en las mismas raíces de nuestras grandezas y miserias. Quizá la mejor forma de sobrevivir es reconocer que no te puedes bañar dos veces en el mismo río, y que las palabras no son más que unas metáforas que se circunscriben en un ejército móvil de vivencias escurridizas y esencialmente efímeras. Me resisto a sostener que todo lo que pueda escribir sobre el primer día que la encontré, en aquel andén destartalado de la estación de Francia, son un conjunto de signos convencionales sin el menor atisbo de mostrar lo verdaderamente substancial de aquella experiencia única. Creo en las palabras porque las amo, como amé a Sofía cuando el tren con destino a Madrid anunciaba un retraso de dos horas.

El día era primaveral, y el sol magnánimo enmarcaba, con sus rayos tamizados por las vidrieras, la cruz central del andén en donde ella parecía esperar que anunciaran su tren. No creo en la necesidad, en los relatos que pretenden hacernos creer que nuestra propia vida es la única posible. Tengo la diáfana conciencia que podría haber vivido otras vidas, aunque siento que no podría sobrevivir sin la capacidad de imaginar que algunas cosas que me han ocurrido eran inevitables. Me fascinó Sofía porque sentí que era necesaria, que su presencia formaba parte de un orden preestablecido. Me gustaba sentir que yo no era quien la elegía, sino que una fuerza trágica todopoderosa gobernaba tiránicamente mis deseos. En mis adentros me repetía insistentemente que era mi mujer primordial.

Yo ya sabía que los sueños mueven el mundo aniquilándolo. Mi profesión de politólogo me ha servido para comprender que los seres carismáticos pueden subvertir el orden establecido. Si bien son ellos quienes encabezan las revoluciones, el ciclo tiene una cadencia milimétrica: los hijos se comen a sus padres y finalmente son los nietos quienes ni se acuerdan de sus abuelos. La memoria caprichosa nos dota de eso que los psicólogos llaman conciencia. Pensándolo bien, ya no tengo conciencia de aquel primer día.

Ahora vuelvo sobre esos primeros momentos y reconozco que las dos horas de retraso del tren de Madrid me produjeron una convulsión tal que todavía me siento incapaz de prever sus efectos. Por mucho que lo intento no puedo comprender mi frágil autoconciencia sin Sofía. Mi identidad está sesgada por su ausencia, y sólo me reconforta recordar su presencia en la estación. Sostengo que vivo de los recuerdos.

Aunque es alta no camina erguida, parece que siempre está mirando el suelo. Al principio pensé que estaba acostumbrada a subyugarse al poder totalitario y que no poseía las fuerzas suficientes para rebelarse, pero hoy entiendo que sus ojos miraban al suelo porque es el ser más libre que conozco. Mantengo que amo a una mujer libre.

Amo una ausencia, y odio este maldito apartamento del barrio antiguo. Escribo sobre la mesa en la que hicimos la última vez el amor. Vengo de orinar, y el ruido de mi cascada amarillenta es insoportable sin el compás de sus repetitivos efluvios. Amo ruidos insospechados para la mayoría, y estoy dispuesto a vender este apartamento sin el bidet. El bidet ha sido el testigo fehaciente de que nos hemos amado. Ella es la mejor maestra del amor carnal.

Hace días que no hago el amor, hasta he olvidado que me dediqué a la ciencia política para poder conocer mujeres que estuvieran dispuestas a poseerme. Cuando estudiaba, albergaba en mi mente la descabellada idea de que los profesionales de la política eran promiscuos por naturaleza. Entendía que los que ejercen el poder debían tener una vida sexual variada para tomar las decisiones adecuadas sobre los bienes públicos. He conocido buenos y malos profesionales, pero no he logrado establecer ninguna correlación significativa entre el sexo y la política. El sexo es patrimonio de los ociosos.

El trabajo en nuestras sociedades, mal llamadas neoliberales, castra hasta las naturalezas más fogosas. Desperdiciar el semen es una actividad totalmente improductiva. Las mujeres parecen realizar una tarea más rentable cuando recogen en su seno los millones de espermatozoides, pero todos sabemos que hoy todo es diferente. Me encantaba su pasión por mi esperma.

Sofía se dedica a la pintura abstracta. Siempre que le preguntaba qué significaban sus manchas asimétricas, me ofrecía los textos de San Segismundo. Sueña tanto con Freud y su libido, que creo que es pintora porque está enamorada de esa instancia oscura que a veces llama “ello” y otras “subconsciente”. Yo no soy un experto en psicoanálisis, y aún menos creo en las patrañas de los que se han adjudicado el papel de confesores, pero admiro al “ello”, porque permite que Sofía se parezca a un volcán en permanente ebullición. Añoro sus manos con rastros de pintura.

No creo en los relatos y, sin embargo, no puedo dejar de contarme cómo fue ese primer día. Me gustaría ser descriptivo para poder contar, como un fiel escribano, los primeros momentos de aquel encuentro. Me acuerdo que le pregunté por qué estaba tan intranquila, y me permití el consejo idiota de decirle que todo tiene solución menos la muerte. Eso de la muerte le gustó, pues me dijo que ella fumaba y tenía mala conciencia por la misiva que los gobiernos bienintencionados ponían en las cajetillas. Decía que “el fumar mata”, como también, inexorablemente, “el vivir mata”. Encendió un pitillo y exhaló el humo con verdadero deleite. Ahora no puedo precisar cómo lo hice, pero a los cinco minutos estábamos tomando un café. Fueron las dos horas más cortas de mi vida y, cuando partió hacía Madrid, me invadió una tristeza física que nunca antes había experimentado. No pude apretar sus manos.

No sé de lo que hablamos, pero tengo clara conciencia de sus movimientos. Se sentaba como sólo saben sentarse las mujeres acostumbradas a llevar falda. Sus zapatos eran de medio tacón e, incomprensiblemente, no hacían ruido cuando caminaba. Tenía un vientre plano y su ombligo era perfecto. Cada ombligo es diferente, y me gusta pensar que existen tantas diferencias individuales como generacionales. Me hubiera gustado besarle el ombligo.

Sus ojos eran expresivos y melancólicos. Me impresionó más la forma de sus ojos que el color azulado prototípico de las eslavas. Tenía un ligero estrabismo, que lo percibí una hora después de conocerla. Su mirada era inquisitiva, y yo estaba asustado, porque nunca había soportado a las personas osadas. Descubrí que no era tímida, que había vivido, y que la vida no había decidido por ella. Me fascinó la capacidad de no esconderse, de decir sin miramientos todo lo que se le ocurría. Yo he sido educado para la simulación y ella es como el fuego, que una vez encendido se escampa a una velocidad vertiginosa.

Las manos eran finas y poco trabajadas. En mi primer viaje a Guatemala conocí a un adivino que predecía el destino de sus clientes con un análisis minucioso de la mano derecha. No era un quiromántico al uso, porque, sencillamente, se dejaba embriagar por las energías divinas que transmitía la mano derecha de sus consultantes. Soy un escéptico que aprendí del mago guatemalteco que las manos nos proporcionan mucha información de las personas. Si algún día me aburro de mi trabajo, me dedicaré a sistematizar sus enseñanzas. La mayoría de los axiomas de la teoría de la mano derecha serían descabellados, pero no más absurdos que muchos otros paradigmas que pretenden ser legítimos en razón del método científico. Sus dedos eran largos, y no parecían embrutecidos por el trabajo manual. El anular era inusualmente largo y extraño a la configuración general de su mano. Rocé su anular y sentí que quería poseerlo.

No me explico la fuerza del anular de Sofía, y soy consciente de que su huella perdurará hasta el final de mis días. Ese dedo fue la pólvora que propagó mi fuego interno. Mientras vivía conmigo, el fuego me alimentaba. Hoy me abrasa, mejor dicho, me calcina. Tendría que ir a una unidad de quemados, pero no existen. Los que esculcan los entresijos del alma humana se quedan en la superficie, en esos síntomas que asépticamente pretenden controlar. No se puede erradicar la causa de mi fuego interno. Siento que, con su ausencia prolongada, las llamas irán menguando e, imbuido en las tareas cotidianas, sobreviviré en el mundo de los cuerdos.

Amar es un verbo que se utiliza demasiado, y creo que es difícil saber qué expresa o siente cualquier intrépida cuando te espeta sin remordimientos: “te amo”. Las enseñanzas de mi abuela perduran porque, lejos de desesperarse por su decrepitud, se enardecía por la sabiduría que había acumulado en su existencia. Ella me enseñó que no debía esperar nada de nadie, y menos aún de un amante. Además, repetía de manera insistente que cada uno ama como es capaz de amar. Ahora, siento que mi gran error es pensar que todo podría ser de otro modo, que no soy capaz de doblegarme ante la presencia del otro. Estuve a punto de olvidarme de mí mismo cuando viví con Sofía.
No fui hábil para escaparme de mí mismo en este cuchitril del casco antiguo. No tenía fuerzas para serrar los barrotes de mis fronteras y permanecía como un prisionero satisfecho. Hoy, he pretendido aprender el arte de los cerrajeros y estoy seguro de que, aunque dé con la llave que permita abrir mi alma de par en par, volveré a cerrarla mañana. Con su presencia abrí las primeras puertas, y es con su ausencia cuando me he atrevido con las más herméticas.

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