Con
los recientes avances de la neurobiología parece que el imperio de la emoción
va minando el reinado de la razón. Al escudriñar la mente consciente subrayamos
la importancia del análisis y la razón, mientras al zambullirnos en la mente
inconsciente nos topamos con pasiones y percepciones. Desde Platón hemos
heredado la peregrina idea que la razón es la parte civilizada del cerebro, y
que seríamos felices mientras la razón dominara las pasiones primitivas.
El inconsciente
es impulsivo, emocional, sensible e imprevisible. Tiene sus fugas y necesita
supervisión. Pero puede ser brillante y, a su vez, exasperante. Los deseos
impetuosos se fraguan en nuestro inconsciente, maniatando la consciencia y la
razón. Nuestros deseos conscientes son mixtificaciones de los impulsos que nos
sostienen y de los mandatos interiorizados en nuestro aprendizaje.
Quizá
la cultura humana existe en buena medida para reprimir esos impulsos naturales
de especie. Podemos plantearnos la conjetura que la cultura ordena, oficializa
el camino adecuado para implementar los impulsos que hierven en nuestra alma.
Cuando los impulsos caldeados se reprimen nos sentimos como una olla a presión,
sin válvula de seguridad, desbórdanos y extraviándonos.
El
impulso más genuino es el de ser. Todos deseamos ser de una forma u otra.
Spinoza comprendió que el conatus
(perseverar en el ser) es la esencia que sostiene nuestra existencia finita. A
primera vista, la idea podría ser entrecomillada tanto con la constatación que
el impulso del suicida es no ser y en la prueba de la desbordada agresividad que
aflora en tiempos de guerra.
Los impulsos que nos sostienen
Freud
sostiene que junto al impulso irresistible al amor en nuestra psique anida la
pulsión a la muerte. Morir está incorporado en nuestras células, en nuestros
mismos átomos. Hay dos fuerzas elementales en el universo. Una atrae la materia
hacia la materia. Es el modo en que se origina la vida y el modo en que se
propaga. En la física esta fuerza se llama gravedad; en la psicología, amor. La
otra fuerza destruye la materia. Es la fuerza de la desunificación, la
desintegración, la destrucción. Para Freud la ciencia no entiende de moral, no
existe el bien o el mal. La pulsión de muerte forma parte de nuestra biología.
El ejemplo prototípico lo podemos encontrar en el cáncer; si una célula no
muere se sigue dividiendo, reproduciendo incesantemente, de un modo anormal.
Lo que queremos
Lo
que queremos a menudo no coincide que lo que deseamos. El deseo requiere de
carencia, mientras el querer implica presencia. Odiamos o queremos algo porque
nos exige una respuesta, una determinada decisión. Deseamos lo ausente, por eso
el amor apasionado se inflama y explota en los claroscuros. Cuando habitamos en
la claridad los deseos hibernan, aunque incandescentes –por el mismo hecho de
estar vivos- nos empujan a explorar territorios ignotos.
Cuando los deseos se hacen realidad
No hay comentarios:
Publicar un comentario