Se
conocían desde primaria, cuando tenían más futuro que pasado.
Anhelaban una vida intensa, una existencia rica en amores y
experiencias. Sentían que su futuro era un haz de posibilidades, un
camino sin espinas. Juana, la más avezada, dibujaba sus sueños con
el viento que movía las nubes. Sofía, la más prudente, pintaba las
nubes de Juana.
Sofía
era rica en fantasías y pobre en recursos. Su madre solía decirle
que la pobreza le fortalecería el alma y le alejaría del
desasosiego. Su padre era un ser alegre, un hombre que nunca sacaba
las cosas de quicio. Sofía aprendió a no tomarse la vida muy en
serio.
Juana
era ambiciosa y estaba decidida a ser la mejor, a ser una
triunfadora. Heredó de su padre la firme convicción de que sin
grandes proyectos la vida carece de sentido. De su madre, que conoció
la pobreza en su infancia, aprendió que la miseria envilece, que el
destino más triste es el de los resentidos. Juana quería cambiar el
mundo.
Se
admiraban mutuamente porque estaban convencidas de que a lo que a una
le faltaba, a la otra le sobraba. Eran libres, aunque
algunos pensaban que no tenían los pies sobre la tierra, mientras
otros las veían como unas ilusas. Ellas no necesitaban ninguna
razón, sencillamente se divertían, se aburrían y, antes que nada,
se querían. Para ambas su amistad era inquebrantable, ajena al paso
del tiempo e inmune a la distancia.
Se
volvieron a ver a los treinta años. Los años no habían pasado en
balde. Juana había dejado las nubes para enfangarse con los
subsuelos más lúgubres. Estaba desencantada porque no sabía el
porqué de sus insidiosas pesadillas. Había perdido las ilusiones.
Creía que era una impostora, que vivía una vida que no le
pertenecía.
Sofía
conservaba intacta su inocencia. Disfrutaba ordenando el caos,
buscando explicaciones -casi siempre provisionales- para conocerse y
comprender el mundo. Elucubraba variopintas teorías para no
aferrarse a ninguna. Sostenía que lo que nos perturba no son las
cosas, sino las opiniones sobre las cosas.
Juana
aspiraba a una verdad, a una revelación redonda, sin sombras ni
fisuras. Era una mujer responsable y trágica. Se encaramó al
destino de las triunfadoras, a las buscadoras de cimas inalcanzables.
Era una creyente enfadada. Se irritaba cuando se imponía una
realidad ajena a sus designios, cuando sus emociones la oprimían o
cuando perdía el control. Nunca supo discernir entre lo que depende
de nosotros y lo inalterable.
A Sofía le aterraba la verdad. Un día le confesó a Juana que creía que los únicos que podían poseer la verdad eran los locos o los dioses. Estaba convencida de que era simplemente una mujer, una mujer lozana que no necesitaba un corsé para caminar derecha. Para ella, un mundo incierto no era un mundo infeliz. No se enzarzaba con los creyentes, simplemente los escuchaba sin contradecirlos.
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