jueves, 4 de enero de 2024

Juana y Sofía



Se conocían desde primaria, cuando tenían más futuro que pasado. Anhelaban una vida intensa, una existencia rica en amores y experiencias. Sentían que su futuro era un haz de posibilidades, un camino sin espinas. Juana, la más avezada, dibujaba sus sueños con el viento que movía las nubes. Sofía, la más prudente, pintaba las nubes de Juana.
Sofía era rica en fantasías y pobre en recursos. Su madre solía decirle que la pobreza le fortalecería el alma y le alejaría del desasosiego. Su padre era un ser alegre, un hombre que nunca sacaba las cosas de quicio. Sofía aprendió a no tomarse la vida muy en serio.
Juana era ambiciosa y estaba decidida a ser la mejor, a ser una triunfadora. Heredó de su padre la firme convicción de que sin grandes proyectos la vida carece de sentido. De su madre, que conoció la pobreza en su infancia, aprendió que la miseria envilece, que el destino más triste es el de los resentidos. Juana quería cambiar el mundo.
Se admiraban mutuamente porque estaban convencidas de que a lo que a una le faltaba, a la otra le sobraba. Eran libres, aunque algunos pensaban que no tenían los pies sobre la tierra, mientras otros las veían como unas ilusas. Ellas no necesitaban ninguna razón, sencillamente se divertían, se aburrían y, antes que nada, se querían. Para ambas su amistad era inquebrantable, ajena al paso del tiempo e inmune a la distancia.
Se volvieron a ver a los treinta años. Los años no habían pasado en balde. Juana había dejado las nubes para enfangarse con los subsuelos más lúgubres. Estaba desencantada porque no sabía el porqué de sus insidiosas pesadillas. Había perdido las ilusiones. Creía que era una impostora, que vivía una vida que no le pertenecía.
Sofía conservaba intacta su inocencia. Disfrutaba ordenando el caos, buscando explicaciones -casi siempre provisionales- para conocerse y comprender el mundo. Elucubraba variopintas teorías para no aferrarse a ninguna. Sostenía que lo que nos perturba no son las cosas, sino las opiniones sobre las cosas.
Juana aspiraba a una verdad, a una revelación redonda, sin sombras ni fisuras. Era una mujer responsable y trágica. Se encaramó al destino de las triunfadoras, a las buscadoras de cimas inalcanzables. Era una creyente enfadada. Se irritaba cuando se imponía una realidad ajena a sus designios, cuando sus emociones la oprimían o cuando perdía el control. Nunca supo discernir entre lo que depende de nosotros y lo inalterable.

A Sofía le aterraba la verdad. Un día le confesó a Juana que creía que los únicos que podían poseer la verdad eran los locos o los dioses. Estaba convencida de que era simplemente una mujer, una mujer lozana que no necesitaba un corsé para caminar derecha. Para ella, un mundo incierto no era un mundo infeliz. No se enzarzaba con los creyentes, simplemente los escuchaba sin contradecirlos. 

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