domingo, 19 de febrero de 2012

El atrevimiento de la estupidez

Los límites entre el bien común y el bien de cada uno de nosotros como individuos son difícilmente delimitables. Muchas veces aquello que un principio parece perjudicarnos acaba beneficiándonos o aquello que nos libera en el instante vivido finalmente nos hace esclavos. En nuestra historia podemos constatar tantas deflagraciones de inteligencia como de estupidez. Toca preguntarnos si somos capaces de delimitar las acciones inteligentes de las estúpidas. Si nos atenemos a las consecuencias de nuestras acciones nos sorprenderemos de la cantidad ingente de estupideces colectivas que se han sustentado en la agrupación –manifiesta o tácita- de inteligencias privadas notables.
Suponiendo que poseemos una inteligencia privada -que se atañe exclusivamente a nuestros designios personales- es plausible plantearse que lo más conveniente sería escamotear todo lo que podamos a la inteligencia colectiva, presumiblemente garante del bien común. Así, el éxito de una inteligencia privada sería ser un gorrón: que a la vez que succiona todos los néctares colectivos a su alcance se guarece para no malgastar sus tesoros personales. Por otra parte, nuestra inteligencia privada no puede formarse sin la urdimbre social, nadie puede obviar los desafíos que se le plantean en sus interacciones sociales. Para delimitar nuestra individualidad tenemos que afrontar, aceptándolos o rechazándolos, los guiones sociales que se nos adjudican. ¿Qué nos ocurre cuando el guión social que tenemos que representar lo consideramos estúpido? Podemos optar por el silencio, que no deja de ser una forma de elegir (“la estupidez avanza cuando la inteligencia no es capaz de ponerle límites”) o podemos decantarnos por el esfuerzo constante de socavar la estupidez (que en su potencia puede hacernos sacrificar nuestra inteligencia privada por el bien común).
Una posible forma de superar esta disyunción –entre una inteligencia privada que se aleja de la estupidez colectiva y una estupidez colectiva que engulle a las inteligencias privadas- es plantearse que la estupidez es atrevida, mientras la inteligencia es comedida. Así, la estupidez más inocente es aquella que únicamente se fija en los beneficios a corto plazo, obviando a su vez los daños o bienes a largo plazo. Por otra parte, otra forma de estupidez más supina es atenerse a una razón instrumental (que va a lo suyo) y no optar por una razón comunicativa (que tiene en cuenta a los demás). Ambas estupideces son atrevidas en cuanto son decisiones que se cimientan en un individualismo excacerbado y cortoplacista. Son decisiones estúpidas porque hacemos daño a los demás y no se sacamos de ello ningún provecho: no podemos vivir sin interacciones sociales –hasta el tirano más deleznable necesita de sus súbditos- y somos las victimas más damnificadas de nuestras propias decisiones.
La inteligencia es comedida en cuanto se esfuerza en no caer cuando todo cae. Escarba más allá de las apariencias para “sacar a la luz” lo que se oculta. Entrecomilla las evidencias para detectar las sombras (tarea crítica), sin cejar en buscar las luces en las penumbras (tarea constructiva). El reto actual para una inteligencia comunicativa es reconocer que la insistencia en un independencia privada, que se desentiende de los problemas de su comunidad, nos destruirá. Las crisis son tan destructivas como generativas. La crisis actual erosiona nuestra independencia personal porque va minando, día a día, el capital social que nos sustenta. El capital social se va diluyendo porque una mayoría nada desdeñable se ha desvinculado de la comunidad para parapetarse en su jardín privado. Nuestra estupidez aflora constantemente cuando no somos capaces de comprender que el individuo y la sociedad están interrelacionados, que cuando el capital social se desmorona no podemos dotar de sentido a nuestra existencia personal. Antonio Machado lo sintetizó poéticamente: ¡qué difícil es no caer cuando todo cae¡.

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