Tenemos
sentimientos cuando los experimentamos, cuando determinadas situaciones nos
provocan. Así, lo que nos afecta nos hace amar, odiar, encolerizarnos o
alegrarnos. Una vez que la situación que
nos afecta se desvanece el sentimiento, que le acompaña, muta o desaparece.
Cuando nos referimos a sentimientos siempre utilizamos el presente indicativo:
“siento tristeza”, “siento alegría” o “siento hambre”.
Cuando
recordamos no se reproducen los sentimientos: el recuerdo de la pasión por un
amor sublime puede hacernos apasionados, pero es una pasión distinta; el
deleite que nos provocó un apetitoso manjar no surge cuando lo recordamos: es
un sentimiento de otra índole. No tengo hambre cuando la rememoro que la tuve y
no siento la gran pasión, aunque recuerde hasta el más nimio detalle, que sentí
en las primeras semanas.
Todo
sentimiento provoca otro porque como experiencia interna del sujeto se
convierte en una realidad, que analiza y valora constantemente. Habitamos en
una sucesión constante de distintos sentimientos: al principio podemos
experimentar la cólera, después la alegría o el malestar por haberla sentido.
Los sentimientos acompañan a la experiencia, pero perviven más allá de la
experiencia propiciadora.
La
mayoría de nuestro malestar psicológico proviene de un bucle vicioso emocional
que nos condiciona a la hora de vivir nuevas experiencias.
Un
ejemplo prototípico de un bucle emocional vicioso son las fobias: el fóbico no
tiene miedo al objeto propiamente dicho –sin obviar que la relación con el
objeto tiene, efectivamente, unas probabilidades de riesgo- sino el miedo al
miedo a lo que pueda pasar. La fobia, que se inicia como una fobia concreta, se
extiende hasta hacer del entorno un entorno fóbico. Para eludir el miedo evita
el objeto y aparece la conducta contrafóbica. Su fobia limita el espacio de sus
actuaciones y el sujeto se irrita con el miedo que le paraliza. Después la
situación se hace crónica, se irrita consigo mismo y limita sus posibilidades
de actuación.
Nuestros
sentimientos nos permiten adaptarnos como sujetos en nuestro entorno
psicosocial (simbólico). Como sujetos somos una estructura cognitivoemocional,
que debido a su intrínseca versatilidad dispone de un abanico de yoes le
permite adaptarse a la realidad. Nuestro contacto con la realidad es tanto
cognitivo como emocional: en tanto que problema que resolver, es cognitivo y,
en tanto que objeto de placer o displacer, emocional.
Por
otra parte, las emociones se contagian en tanto que se gestan en un entorno
social. Curiosamente las emociones negativas se contagian más que las positivas
porque a nuestro cerebro interpreta una señal de alarma que le lleva a
protegerse de posibles amenazas. Existe un lenguaje de los sentimientos para
cada cultura, para cada comunidad o unidad familiar. Son en nuestras relaciones
personales, principalmente en nuestra infancia, donde vamos adquiriendo en
lenguaje emocional que nos acompañará en nuestra vida adulta. Como Erikson
afirma: “en la adolescencia es donde se plasma la arquitectura sentimental, el
orden emocional del sujeto, que, luego, de adulto, se rigidifica y se consolida
perdiendo su versatilidad”
En
cierta manera apostamos por unos determinados sentimientos. Nuestra relación
con los otros es conflictiva en cuanto siempre planea la incertidumbre en
relación a la intimidad del otro. En este sentido apostamos por un tono
sentimental en base a la confianza. La confianza es una forma de estrategia
sobre la base de datos cognitivos incompletos, es decir con los indicios que
somos capaces de captar apostamos por un determinado tono sentimental. Si nos
atrevemos a ser conscientes de nuestras apuestas -en muchas ocasiones
inconscientes (“el pensamiento se dice, el sentimiento se expresa)- podremos
conocernos mejor a nosotros mismos y relacionarnos amablemente con los otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario