jueves, 4 de septiembre de 2008

Las voces del bosque

No tengo miedos ni desdichas. La quemazón por la frugalidad de nuestra naturaleza siempre me ha causado una desazón inexplicable. Siento que tanto podría estar como no estar. Habito con la conciencia de mi ausencia.

Estoy en este frondoso bosque preguntándome dónde se encontrará mi descendencia. No tengo ningún hombre en mi vida, mi universo se limita a un trabajo repetitivo aderezado con las visitas dominicales de mi primo desahuciado. Estoy vacía. Suspiro por el hijo que no tengo. Tan absorta en mi devaneos internos me he olvidado de mi propia trascendencia.

Las voces que me persiguen me anuncian monótonamente una nueva vida. Sé que quiero escapar de mi abismo, sentir el vértigo de los acontecimientos. Ansiamos la permanencia, mientras la vida se empecina en mostrarnos la transitoriedad de todo lo que nos ocurre. Soy como un árbol plantado más allá de los límites de su ecosistema. El sentido surge cuando te reconoces con los otros y al mismo tiempo reivindicas tu idiosincrasia.

Los árboles impetuosos ascienden altivos más allá de sus raíces. Me fascina la potencia de unos troncos capaces de sostener el peso desmesurado de los frutos primaverales. Recuerdo como el invierno tamizó con hojas secas mis pasos cansinos de enero. Hoy, el viento saludable colorea mi sueño. Me resisto a soñar en un mundo de apariencias. He aprendido que escaparse de lo evidente para reconocer aquello que nos sostiene es la divisa de los que desconfían de las emociones. Quien no duda, no avanza. Nos han vendido la idea que necesitamos una cantidad ingente de insatisfacciones para consumir experiencias primigenias.

El bosque existe porque lo vivo. Ajenos a sus propios ruidos nos apertrechamos de unas botas campestres para traspasarlo, para olvidar que constituimos una pieza mínima de una totalidad que existe por sí misma. El bosque impertérrito engulle a los osados que no respetan su equilibrio. En tanto que la voluntad de dominio define nuestra naturaleza, nos aferramos a nuestras propias miserias porque tenemos miedo de ser libres.

Soy libre porque estoy sola. Los afectos nos atan, nos encadenan a otras existencias. Ahora, sentada en el pedrusco de mi bosque entiendo que el peor enemigo reside en nosotros mismos. Nos han atrofiado nuestra mirada, nos han convertido en unos irrisorios seres que creen que su felicidad se conjuga con el poder.

Siempre he tenido dificultades para delimitar los contornos de mis anhelos. La exhuberancia de mi bosque pirenaico me inspira, permite que mis voces confusas se clareen con la fuerza del deseo de encontrarme a mí misma. Las apetencias son fugitivas y furtivas, mientras los deseos emanan de nuestra propia constitución. Una desea ser lo que su propia naturaleza le empuja. Empiezo a comprender aquello que me decía mi abuela “llega a ser lo que eres”.

Escuchando el ruido de los pájaros que se mecen en las quebradizas ramas de los altivos pinos o saboreando el discurrir del agua brava entre piedras desgastadas o dejándome invadir por el olor sedoso de la escarcha matinal puedo sentirme desnuda. Sin ropajes, sin máscaras puedo comprenderme como un ser con contradicciones irresolubles. Necesito a los demás y adoro mi autonomía, amo y odio a la misma persona, quiero ser educada y disfruto siendo una descarriada, me gusta ser poseída y me deleito poseyendo, hasta adoro y detesto a mis amigos. Lo más grotesco es que necesito a mis enemigos para sentirme viva.

He pasado muchos ratos en este bosque, pero hoy siento que me esperaba desde hace mucho tiempo. Solemos olvidar lo obvio, que a la luz le sigue la oscuridad, que después de soñar tenemos que despertarnos.

Los escenarios importan, nos hacen ser de una determinada manera. En los desiertos nace la fe, se siente la necesidad de alguien que nos proteja de las inclemencias. En las estepas la mirada de los frágiles cazadores languidece en un horizonte inabarcable. En los bosques las luces y las sombras invitan tanto a la alegría como a la tristeza, muestran la misma esencia de la existencia humana.

Regocijo por la exhuberancia y congoja por la finitud de toda existencia. Como en un eterno retorno los ciclos de mi bosque me enseñan a no tener miedos ni desdichas. No dejaré de escuchar las voces de mi bosque.

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